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sábado, 29 de diciembre de 2007

CELEBRACION DE FIN DE AÑO

Se acabó el año, pero no el mundo.
En el país del Sagrado Corazón no son raros los optimismos obsesivos ni los pesimismos excesivos. Apenas se ha finiquitado el incremento para el salario mínimo para el 2008 y ya hay quienes se atreven a echar cábalas sobre lo que harán con el aumento. Según las estadísticas, poco más de cuatro millones de obreros dependen de ese incremento para evaluar su capacidad de endeudamiento o su resistencia a la escasez del metálico. Nadie sabe para quién trabaja: el año que se va fue ciertamente venturoso para los banqueros, los industriales y los empresarios (sus utilidades se cuantifican en miles de millones) aunque no lo fue tanto para los trabajadores, sus empleados. Los dueños de las máquinas se resisten a repartir las ganancias de su ejercicio contable y la ingente masa de operarios que pervive con el salario mínimo apenas tiene algo de poder adquisitivo. Sin embargo, los noticieros no se cansan de anunciar que los créditos con la banca se duplicaron y que la gente está comprando más que en el mismo periodo del año pasado. !Incipit tragoedia!.
Es esa gente la que me interesa, sobretodo en estas festividades que a todos nos tocan. Me interesa saber cómo son sus celebraciones, cómo consiguen ese autoengaño consentido de saberse el engranaje más incipiente de la productividad empresarial y sin embargo brindar con sus próximos sin mayores resentimientos. Uno va por las calles y es inevitable toparse con efervescentes saludos navideños que invitan, con cierta dosis de ironía, a "olvidar las penas". Siempre tienen un motivo para celebrar: sea un cumpleaños o un velorio, los etílicos son el más sincero acompañante de sus fanfarrias. Por eso la navidad y cuanta fiesta se señale en los almanaques se celebra mejor en el sur. En el ignoto y olvidado sur.
Al son de la música arrabalera, al tintineo de las botellas que se chocan en clara señal de concordia, los menos favorecidos son los que celebran con más hervor acaso porque sospechan sin confesarlo que no hay para su estrato socioeconómico redención posible en el reino de los hombres. Y la evidencia de tal axioma la encuentran cada fín de año cuando se los pone sobre la mesa de negociación como juguete y como pretexto: todos quieren lo mejor para ellos, pero sin ellos. Se busca -y el gobierno pone especial énfasis en tal premisa- favorecerlos de alguna manera, pero ese "de alguna manera" se les presenta como una muestra inexcusable de generosidad de los empresarios. Y, como es de esperarse, el empresario siempre tiene la razón.
Dígase lo que se diga (y no importa cuántas voces optimistas me repliquen) la situación es irreparable y las gentes comunes se han resignado a su suerete. ¿Qué queda? Celebrar, celebrar y celebrar hasta cuando se haya olvidado el motivo de la celebración. No bastan las marchas, no bastan las centrales obreras que se empeñaron en defender un aumento absurdo (dislate similar al del año pasado, que gracias a la torpeza de sus dirigentes, se pelearon entre ellos mismos y el aumento se fijó por decreto en un porcentaje que, según reconocieron los mismos empresarios, pudo haber sido mayor) no bastan las proyecciones del año próximo que prometen un desarrollo económico sostenible... si ya se hizo lo que era constitucionalmente hacer y no se logró nada, si el aumento por segundo año consecutivo se dio por decreto y tampoco el gobierno se mostró generoso, lo que queda es celebrar con brutalidad animal que año tras año tendremos que pasar por lo mismo aunque estemos condenados a ser menos felices y más productivos...

sábado, 22 de diciembre de 2007

FARANDULA DE NOVENA

Al Canal Caracol, al monstruo televisivo, le sale más barato comprar a Jorge Barón para que presente la ya tradicional fiesta de fin de año (que, entre otras cosas, exitosamente el empresario fundó hace muchos años llamándola fiesta de los hogares colombianos) que competir en sintonëa con él; de igual manera, a Jorge Barón le sale más rentable aceptar la compra que obtener una victoria pírrica. En la televisión, así funcionan los negocios. El otro monstruo, el Canal RCN, no actúa diferente: para ganarse unos punticos de rating ha saturado sus transmisiones navideñas con los rostros más hermosos de su nómina en notas caritativas que llaman más a la vanidad que a la conmiseración. Así, vemos a Carolina Cuervo visitando los niños menos afortunados, a Gristina Hurtado repartiendo regalos a diestra y siniestra y a Laura Acuña abrazando gente sin ton ni son. Todo -y ellos lo saben- funciona de acuerdo a las doctrinas mercantiles, a la irreductible ley de oferta-demanda, a quién pueda vender y quién quiera comprar y su sabiduría consiste en mantenerse vigentes, jóvenes y frescos en el imaginario del populacho porque es esa masa innúmera de televidentes el primer garante de su estabilidad laboral y el pasto de su fama. Y no hay mejor vitrina para los actores, modelos y cantantes que la navidad. Resulta extraño que, como se estilaba en años anteriores, la novena de aguinaldos no sea transmitida desde plazas y oarques acomunando muchedumbres ni sea la prioridad de los productores, pero una cosa compensa la otra: en su lugar, en la sección de entretenimiento de los noticieros, estamos obligados a presenciar sus cinematográficas muestras de humanidad en fundaciones o barrios marginales. Eso genera admiración, y la admiración simpatía, y la simpatía del público es la mejor carta de recomendación que pueden presentar para ser contratados en la próxima superproducción del canal. Incluso RCN tiene entre sus empleados a un cura cuya actuación incomparable le ha granjeado tantos admiradores fanatizados por su carisma ante la cámara que se hace imposible solicitarle servicios parroquiales como la confesión auricular o una singular eucaristía. Tiene tanto que hacer -y su hacer necesariamente se acompaña de una cámara- que su agenda está copada por los compromisos contractuales con el canal. Esta vez, Cristo, los mercaderes se han tomado el templo y ni siquiera tu látigo sublime será suficiente para expulsarlos.
Es difícol precisar con certeza si uno de esos histriones se mantendría firme en el ejercicio de su filantropía si la lente no los enfocara; es casi imposible confiar en sus buenas intenciones porque irremediablemente se mueven con una segunda intención que poco es buena o es buena sólo atendiendo al estado de sus contratos actorales para el año que viene. Apenas se puede pensar si los acusa un desinterés auténtico porque la naturaleza de sus carreras es actuar. Como cualquier colombiano del común, tienen que hacer hasta lo imposible para asegurarse el sustento, así tengan que parecer buenas gentes para lograrlo. Sobretodo en un medio tan competido como la industria televisiva, donde a medida que pasa el tiempo lo de menos es el talento y lo que más importa es la belleza y las buenas curvas, su actitud no debe ser condenable. Lo condenable se presenta cuando pretenden vendernos como auténtica su faceta humanitaria cuando es bien sabido que todo forma parte del espectáculo, incluso ellos mismos. Es una hipótesis que apenas me atrevo a esbozar ignorando si acaso encuentre adeptos: quítenle a sus buenas obras las luces, la escenografía y las tan amadas cámaras y verán cuántos altruistas continuarán con sus oficios de buena voluntad. Nosotros -los que aceptamos sin prejuicio alguno cómo se transan los negocios de la vida- apenas sonreimos ante su temeraria pretensión: el anonimato es su demonio más aterrador y son incapaces de hacer algo sin que medio mundo lo sepa.
Sin embargo, el comercio continúa. La navidad seguirá siendo el negocio más rentable no sólo para quien vende o compra, sino para quien se vende a sí mismo como una imagen, como una marca, como una mercancía. La novena de aguinaldos, en tanto haya quién la rece, encontrará sin mayor esfuerzo histriones que se promocionen en ella al recitar la consideración del día o canturrear uno que otro villancico para el deleite del respetable público. Por eso no resulta para nada estrambótico que se deseen unos a otros con grandes muestras de afecto la felíz navidad y el próspero año ya que, sin duda, el año que entra para ellos ciertamente será próspero...

miércoles, 19 de diciembre de 2007

LA BOGOTA DE LA FANTASIA

Por la Autopista Sur, más o menos hasta el elegante y decoroso barrio Villa del Río, pasa La ruta de la fantasía. Y, efectivamente, llega hasta ahí: allende sus calles comienza esa otra Bogotá innombrable que no tiene ninguna ensoñación de fantasía y todo se vuelve bardamente real. Los noticieros la revelan en todo su iluminado esplendor, es el destino turístico que pretende venderse al mundo y pasear por ella sólo cuesta veinte mil pesos a bordo de un bus de dos pisos. Por esos billetes uno puede conocer todo lo grato de la capital en la época decembrina. Un lindo espectáculo, sin lugar a dudas. Es una perogrullada fijar sus estaciones: abre la aventura inolvidable el ya famoso parque de la noventa y tres donde el distrito, como todos los años, no escatimó en bombillos y metros de cable de cobre de instalación. Sigue, si no estoy errado, el parque El Virrey; luego el parque Nacional y todo el recorrido lo acompañan centenares de bombillas enceguecedoras que convierten la fría noche bogotana en un lugar propicio para distraer la familia. La séptima, la calle que en el mundo y en la literatura definen a Bogotá como la ciudad capital, por estos días se trransforma en un río humano y el sainete se hace perfecto cuando un hombre común, fascinado por el halógeno y la pirotecnia que incendia el cielo, concluye que Bogotá es una ciudad digna de vivirse.
¿Para quién es la ruta de la fantasía ? ¿Para quién se arregla Bogotá en la navidad? ¿Para el disfrute de quién son los alumbrados y el espectáculo de la pólvora? El empleado medio, aquel que asegura la navidad al poner al alcance del gran público la mercancía que se regalan unos a otros, tiene que resignarse a ver la ruta desde la óptica falseada de la televisión sin albergar mayores resentimientos. Por esta época su trabajo se duplica y acepta gustoso la sobrecarga laboral porque eso le asegura un ingreso extra que en meses anteriores no lograría. También tiene hijos, también tiene familia, pero su gesto cuando salmodia el "felíz navidad y próspero año nuevo" es totalmente distinto al del resto de sus paisanos: el suyo revela cierta renunciada resignación que debe simularse porque es mucho lo que está en juego. Aunque vive también en Bogotá, su ciudad es realmente distinta a la que anuncian los folletos turísticos. Su ciudad es la Bogotá profunda donde lo bonito se pone en entredicho y se prefiere ignorarla o apenas insinuarla en una conversación. Es en estos eventos donde uno constata el insalvable abismo que hace diferencia entre unos y otros; es en navidad donde se revela no sin cierta dosis de patetismo la existencia de una ciudad dentro de otra ciudad. La de la gran mayoría (la Bogotá profunda, la Bogotá de los linderos, la construida a las faldas de las inciertas lomas) no concede licencias poéticas ni evocaciones líricas a esa otra Bogotá (la bonita, la que fue escalafonada al lado de Londres como destino turístico, la del paseo, la presentable) que pretende con su silencio borrarla. De ahí -aunque no se diga expresamente- que la ruta de la fantasía sea exclusiva: llega hasta donde se corre el riesgo de conocerse su cara fea. No deja de ser curioso que la pólvora se haya prohibido cuando se hace atractivo ver la fastuosidad con que se quema en tanto se avanza en la ruta.
Me es inevitable en estas líneas la nostalgia de la diferencia. Es un contentillo repulsivo la pretensión distrital de incorporar a la ruta sectores como El Tintal o el mismo Villa del Río y pasear por ellos como en un safari. La gente de los buses -que ni en el más alucinado de sus sueños se atrevería a bajar de la setenta y dos- lo ve todo con ojos descubridores. Y al tanto que transitan por esa jungla abigarrada del sur sienten cierto alivio hipócrita al no pertenecer a ella y se regocijan con fruición por su buena estrella. Para ellos la ruta es, también, un ejercicio pedagógico: los que ven a través de los cristales es una clara advertencia sobre los consecuencias de la falta de empleo o la mala educación. Y pienso: "Qué distantes estamos unos cachacos de otros"...

martes, 11 de diciembre de 2007

BUSCANDO A INGRID

El gesto de Ingrid Betancourt no es referible en palabras: basta con observar su prueba de supervivencia para que todo aquel que se sienta libre de pecado y sin parte de culpa por los setenta u ochenta años de violancia en Colombia deje el confort de su indiferencia y de alguna manera se vea en Ingrid comno en un espejo. No es temerario decir que en su imagen desoladora estamos todos contenidos -la sociedad en general- con una diferencia elemental: ella y los secuestrados de manera infame han tenido que cargar con la culpa nacional del terrorismo mientras nosotros inútilmente nos enfrascamos en debates partidistas sobre la conveniencia de una zona de despeje o el enfangado Acuerdo Humanitario. Lejos esté de mí juzgar a nuestros representantes democráticamente elegidos, lejos de mí condenar sus errores o alabar sus aciertos, pero la verdad está sobre el tapete: los secuestrados sufren en carne viva las consecuencias de la dilación.
Más allá de lo que se ha dicho, más allá del tan mentado Intercambio Humanitario -que ya no representa ningún aliciente para quienes literalmente se están pudriendo en las entrañas de la selva húmeda- lo primero es buscar a Ingrid en sus textos , en lo que su carta dramática dice expresamente y lo que omite sin ir más allá. Su carta acaso no sea más que la expresión del pueblo colombiano que por décadas también ha tenido que vivir entre cadenas arrastrando una incontable sucesión de eslabones que en ella son desdeñable hierro y en nosotros una compleja tramazón de reveses y desavenencias históricas. Por eso es apenas concebible el tono angustiante que destila entre líneas: cinco años de cautiverio mellan la voluntad más robusta como la gota que horada la piedra. Cuando le escribe a su mamá "... aquí estoy escribiéndote mi alma tendida sobre este papel" la metáfora deja de ser literaria y podemos constatar la terrible veracidad de sus palabras al seguir la lectura. Escribe con el alma porque de otro modo es difícol poner en claro lo que se quiere dejar en claro. Y se deja en claro, sin luigar a dudas, que no ha sido fácil su injustificado calvario y que no sólo de pan vive el hombre. En medio de la espesura, del follaje selvático, implora por un diccionario enciclopédico para "mantener viva la curiosidad intelectual" pero acaso no sea más que una ingeniosa treta para pretender que el tiempo no transcurra tan miserablemente. Lo reconoce líneas más adelante: "Como te decía, la vida aquí no es vida, es un desperdicio lúgubre de tiempo. Vivo o sobrevivo..."
No sólo a mí, sino también a muchos que vimos el video, nos costó reconocerla. Nos acostumbramos a verla en plena lid con la rabia en el corazón tratando de cambiar un país. En el congreso, en los distintos escenarios donde le dieran un micrófono, allí le afloraba su rabia y peroraba contra lo que creía estaba mal. En Colombia todo está mal: su tarea, por tanto era ardua. Lo fue entonces y lo es ahora. No imaginaba que sería víctima de tal maldad. Y, más aún, que experimentaría en su ser concreto extremadamente sensible lo irreparable de su país. Sin embargo, incluso el infierno tiene instantes de dicha, así sean fugaces. Su dicha consiste en los recuerdos, esa clase de vida prestada que como narcótico nos absuelve del sufrimiento. La carta está llena de recuerdos: de sus hijos (a los que aconseja estudiar por un mundo en el que "hasta para respirar se necesitan credenciales") de su madre y de su esposo. Pero tales recuerdos encierran un germen de tristeza, esa tristeza desabrida de lo que no será más. Recuerdos ue, como escribe Sartre, son como monedas de oro en la bolsa del diablo: cuando uno las mira sólo encuentra hojas secas. Ingrid degustó su desabridez en la lóbrega quietud de la selva y desconcertantemente escribe: "Aquí todo tiene dos caras, la alegría viene y luego el dolor. La felicidad es trsite. El amor alivia y abre nuevas heridas... es vivir y morir de nuevo." Vivir y morir de nuevo. Ese fatigoso ejercicio le exige fuerzas que la humedad y los estruendos guturales de la noche profunda le arrebatan: "aquí vivimos muertos" y, con las fuerzas, se van las esperanzas. El no al que la tienen sometida, además de las cadenas, termina por doblegar su ánimo aunque su dignidad apenas pueda sostenerse. Tiene que contentarse: con un radio viejo y dañado o una sopa cualquiera de arroz y fríjol. Se aferra a las alegrías que tenía para sobrevivir y no caer en la locura. La carta desborda lucidez, la lucidez puesta a prueba en el peor de los escenarios posibles. Y cuando le dan la pluma sin saberlo le ha dado a la Colombia que una vez se empeñó en cambiar la prueba más convincente de su propósito quijotesco: aún en cadenas, aún cuando todo se está perdiendo ( porque al escribir "he intentado mantener las esperanzas" simultáneamente afirma que las está perdiendo) hay que creer en un país que algún día tenga sed de grandeza. Es en este momento de la carta cuando alcanza, a mi juicio, su mayor elocuencia: "Yo aspiro a que algún día tengamos esa sed de grandeza que hace surgri a los pueblos de la nada hacia el sol".
Esta forma de buscar a Ingrid me ha llevado a pensar en ella. Y con su pensamiento la pregunta me asalta: ¿Cuándo, ¡ay de mí! la tendremos de vuelta? ¿A ella y los demás secuestrados?...

miércoles, 5 de diciembre de 2007

NAVIDAD SIN REGALOS NO ES NAVIDAD

Allá, en el norte, los yanquis celebraron con gran pompa lo que el comercio insiste en llamar viernes negro: las pantallas de televisión no transmitían otra imagen que la asonada de compradores desbordando tiendas y supermercados acabando, como una plaga de langostas, con cuanta oferta se cruzara por su camino. En Hong Kong, cientos de kilómetros a la distancia, la situación no fue distinta: los comerciantes adoptaron sin atender las rigurosas disposiciones de su folklore el calendario gregoriano y tuvo tal éxito su pretensión que vieron, a las puertas de sus grandes superficies comerciales, legiones de compradores esperando que el reloj marcara las doce. En China y otros tigres asiáticos el fenómeno se repitió y el mundo entero cayó en la cuenta que, gracias a una alquimia desconcertante, la navidad es una fiesta indiferente al credo y la cultura y no dura un mes, sino dos. En una brillante estrategia publicitaria -la más eficaz, si juzgamos sus resultados- los gringos hicieron las cosas a su imagen y semejenza y pusieron a girar en torno suyo un mundo ávido por vestirse, hablar, comer, incluso comportarse, a lo occidental. Es necesario transigir en sus términos, hay que pensar en inglés, y concebir una empresa bajo los estatutos de la competitividad; incluso nos enseñaron la ciencia mistérica del merchandising donde los yuppies de hoy -petímetres de universidad costosa- ensamblan altisonantes discursos con clichés traidos de los cabellos cuya sofisticación consiste en que saben a América. No es raro, en ese marco económico-cultural, que la sociedad y sus componentes se mire desde las estrechas márgenes de una cuenta "T": como es de esperarse, no se pueden permitir pérdidas en metálico.
El mundo se ha occidentalizado y nosotros con él. Demasiado, diríamos los provincianos de un imperio del que somos enteramente dependientes. Pero tal dependencia no se debe del todo al flujo de remesas o a la inversión de los dólares; se debe a esa paternidad ideológica que nos resistimos a reconocer y, sin embargo, nos determina. Nos es impensable una navidad sin compraventa, incluso no consideramos celebración a aquella donde no se pueda sobornar un sentimiento con los dos pesos de un detalle callejero. El día de la madre, del padre, del niño... se celebra con un regalo, o no se celebra. Y los regalos, claro está, los entrega el bonachón anciano de rojo y blanco, de largas barbas de nieve y mejillas rozagantes que Coca-Cola creó hace mucho, en el norte se llama Santa Clauss y en Latinoamérica Papá Noel. El trae la navidad con los regalos y su eficacia es tan bochornosa que se adelanta casi un mes...

jueves, 22 de noviembre de 2007

EL CASO MONCAYO

Y Moncayo volvió a marchar. Esta vez, su travesía épica tiene por destino las puertas del palacio Miraflores en Caracas en un viaje que con suficiencia dobla el que lo trajo a Bogotá hace algunos meses. Al profesor de provincia le pasó lo que muchos de mis paisanos hace tiempo vienen padeciendo: dejó de creer en la vocinglería de los grupos al margen de la ley y se decidió, mochila al hombro, buscar una solución más humana; esto es, que deendiera en absoluto de él, que estuviera a su alcance. Determinación que ni siquiera en el mismo Comisionado de paz -que devenga honorarios nada exiguos por su labor infructuosa- hemos visto. En un país como el nuestro no es raro ver la herencia de Macondo: sólo a un hombre desesperado, que lleva casi una década en la espera de la liberación de su hijo (liberación enfangada en el sainete de los pasados procesos de paz) se le habría ocurrido que caminando a la capital del país podría lograr alguna diferencia en su caso. La primera semana de su andadura pasó desapercibida, casi ignorada. Acompañado de su hija y en su renco transcurrir sintió cómo las callosidades paulatinamente se tragaban las plantas de sus pies y tuvo que amainar su marcha de hospital en hospital. Entonces -y sólo entonces- llamó la atención de algún periodista buscador de rarezas circenses y le dió voz a su angustia: su objetivo era la plaza de Bolívar y pedir audiencia al presidente sólo para rogar sobre el Acuerdo Humanitario. Las primeras etapas de su ruego delataban el ansia propia de quien se encuentra sin salida; luego, junto con los callos, se robusteció su clamor con la gallardía del que no tiene nada que perder.
Quienes oímos a tal hombre, lo entendimos sin excusas ni dilaciones: la determinación vigorosa de sus palabres y la nobleza raída de su propósito disipó de nosotros cualquier asomo de duda. Alcanzamos a imaginarnos a este prócer moderno de la libertad apostado frente a la Casa de Nariño soportando en su carne las inclemencias del clima bogotano y los engorrosos trámites burocráticos sin otro aliciente que ver, luego de nueve o diez años, el rostro de un ser querido que comienza a borrarse de la memoria. Y es esa obstinación heróica, esa testarudez aguijoneada por la ausencia de un hijo privado de la libertad -libertad que arbitrariamente le fue arrebatada un mal día- lo que provocó la súbita devoción que nos volcó a las calles cuando llegaba a la capital. Su marcha desde el sur nos enseñó lo que la historia hartamente replica y la política se niega reconocer: para hacerse escuchar en un país como el nuestro, para que la voz de uno sea tenida en cuenta y la opinión propia valorada en sus justas dimensiones hay que hacer no pocos sacrificios y ejecutar los actos más admirables, más loables, o que por lo menos, por su exuberancia, captyen la atención de los medios. Si Moncayo no toma la decisión quijotesca de marchar a la capital clamando por la liberación de su hijo, su clamor se habría perdido entre los miles de clamores de quienes sufren su mismo infortunio; si desiste de su empresa y posterga su singular periplo quizá hoy no hablaríamos del Intercambio Humanitario... y aún si Moncayo, una vez que corona su destino, no insiste -quizá torpemente, quizá bruscamente- en su propósito y se obstina, de ser necesario, en sembrarse en la Plaza de Bolívar hasta ver a su hijo, habría pasado a la historia doméstica de la nación como un macondiano más y lo emparentaríamos, años más adelante, con la estirpe centenaria de los Buendía. Y de ser así, aunque hubiera logrado mucho, no habría alcanzado nada: le debemos a ese profesor de provincia lo que nuestros avezados funcionarios en sus años de magistratura no han atisbado siquiera a insinuar: puso en la agenda de Europa -y, por extensión, del mundo- como punto relevante el problema del secuestro en Colombia y el tema del Acuerdo Humanitario.
Hoy a Moncayo es imposible ignorarlo: la sociedad internacional tiene sus ojos puestos en él. No es difícil conjeturar que marchará a Venezuela, incluso después de que el gobierno ha reversado la mediación de Chávez. Irá hasta las últimas consecuencias con tal que su proceso arroje un fruto apreciable, así tales consecuencias acaben con él. Moncayo no es más que la resultante de nuestra situación histórica que por setenta años de violencia nos ha condicionado. La pregunta se hace, entonces, terriblemente desoladora: ¿cuántos caminantes por la paz ha menester?...

domingo, 18 de noviembre de 2007

¿REINADO NACIONAL?...

Moraleja: no hay tragedia tan vehemente ni desastre lo suficientemente lamentable como para frenar la realización del Concurso Nacional de la Belleza. Así como ocurrió hace una veintena de años atrás, igualmente volvió a suceder: ni la toma del Palacio de Justicia ni Armero pudieron detener el rentable comercio que unos cuantos fraguan en nombre de una nación. Para Raimundo Angulo, ninguna de las desgracias nacionales fue, es y, por lo visto, será, argumento suficiente para postergar el sainete en traje de baño y bordado en lentejuelas que año tras año, aprovechando el aniversario de La Heróica, nos ha obligado a soportar. Para él y los de su especie ni el asesinato de los diputados secuestrados ni las tragedias invernales de los últimos meses (tragedias que suceden en su vecindario, muy cerca suyo) son razones válidas para dejar de celebrar su trillado certamen que, a la sazón, invade por once días los titulares de las noticias.
Raimundo Angulo -y es un mérito que no podría negársele- por luengos años ha montado un mecanismo de reloj tan bien concebido alrededor del concurso de belleza que es impensable que otra persona o grupo de personas pueda hacerle parangón: el concurso de barriada paralelo al suyo es apenas una gentil cortesía que le permite al pueblo cartagenero o una inusitada desverguenza de los de abajo que, a la postre, es inevitable. Tiene de político la habilidad manipuladora de congregar una cohorte de lacayos que con sus diseños de moda y su capacidad publicitaria le dan ese aire de prestigio a su negocio, y de comerciante el talento indiscutible de conocer lo que más agrada a un público consumidor preponderantemente masculino: las mujeres. Si es culpable de algo, si acaso se le puede imputar alguna acusación, no es menos culpable que aquel aburrido televidente que posibilita la puesta en escena de las niñas que buscan empleo en el oligopolio televisivo a través de la mejor hoja de vida que podrían presentar: su cuerpo sinuoso ejercitado en gimnasios y moldeado por mano de obra quirúrgica -eso sí- bien pagada. Es él -el televidente- que pide tales entretenciones para pasar el mal sabor de nuestra realidad nacional.
Y es que en Colombia hay un reinado para todo. Ya es perogrullo decir que Colombia es el país de los reinados. Del mango, del aguacate, de la panela... cada cosa tiene su reina y cada vaina, por más insignificante que parezca, eleva su importancia con un reinado. Pero si es cierto que hay tantos reinados, no es menos cierto que hay un público detrás de ellos procurándose la distracción suficiente para olvidar momentáneamente las dificultades que atravesamos. El encanto femenino que muestran los municipios en pasarelas improvisadas, ccomo una exhibición de caballos, es a su vez aprovechado por gamonales que saben, como Raimundo, extraer una ganancia nada despreciable de un espectáculo farandulesco. No es difícil averiguarlo, tampoco lo es ignorarlo: cuantiosas sumas de dinero son transadas por patrocinadores buscando posicionar su producto en el rostro de las candidatas o en sus ojos o en sus uñas y de esa mercadería, además de ellas, sólo unos pocos sacan provecho. Paradójicamente hay un público -los televidentes- que se muestra feliz por sentise parte de algo; ese algo de lo que cree sentirse parte, lo ayuda a sobrellevar los terribles malestares del clima que en carne viva y ante la indiferencia de todos debe padecer. "Que se inunde la casa -piensan- incluso que el río nos arrastre: mientras sirva el televisor todo estará bien".
Hace mucho se dijo que la religión es el opio del pueblo. Y, como los tiempos cambian, es de esperarse que con ellos su opio también. Cabe imaginarse, en ese orden de ideas, a un rescatista de la Defensa Civil en plena lidia con el crecido Magdalena: con una mano -y su cuerpo pendiendo de una soga- jalona a su rescatado y con la otra, muy pegado a la oreja, sostiene un pequeño radio expectante del fallo del jurado por saber quién será la nueva soberana de los colombianos...