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viernes, 5 de septiembre de 2008

PALABRAS A MI GENERACION (III)

Desde luego, me refiero a una cara de la moneda.
Para hacer justicia hay que mirar la otra, que no es más alentadora. Si en los estratos bajos la preocupación se reduce al papel moneda, en los estratos altos se dirige a las comidillas propias de la cotidianidad. Si un joven de mi edad en este lado del precipicio sólo se inquieta por asegurarse los medios de subsistencia y recabar como pueda alguna comodidad, los del otro lado miran cuestiones más personales. Las preocupaciones en este lado de la escala son materiales, mientras alla son existenciales.
Pero no hay que hacer distinción entre los términos de la ecuación porque, como se verá, son equívocos. Atienden el mismo principio: es imposible vivir sin un sentimiento de carencia. ¿Quiero decir con esto que las suyas son preocupaciones más nobles y las de acá no lo son? Incluso, ¿hay nobleza en una y otra? Preferiría decir que sí; preferiría, en este punto, el optimismo de la afirmación, pero observando una y otra mi examen no es esperanzador. Las gentes de mejor laya aunque se vistan con marcas, coman bien y visiten los sitios que aquí sólo se ven por fotografía, no son mejores. Se trata del escenario donde transcurren las acciones: el decorado y la elegancia no revisten más pudorosamente un drama que todos padecen por igual. ¿Cuál es su preocupación? No tener los cinco centavos para el peso. Lo tienen todo y sin embargo les falta algo. Y ese algo les amarga la vida. Carecen de aquello que el dinero no puede comprar: el instinto de compleción está lejos de ellos. El apetito por el dinero les enseña a desear más y todo su mundo es un deseo insatisfecho. Tras la fachada de una mansión ostentosa se esconde la misma miserableza espiritual con que una teja de zinc cubre los arrabales. Quieren a tal mujer, tal triunfo, tal victoria, pero no consiguen obtenerla. Y se enfrascan en una batalla interior por lo inasible. Como los perros, se empeñan en perseguir su cola sin lograr salir del círculo. Son, para usar un eufemismo, niños malcriados por el dinero de sus padres. Quieren algo y al minuto siguiente ya no. O si lo obtienen, lo desechan porque se esfumó su deseo. Almas mórbidas, en el mejor de los casos. Por eso el arte no es fecundo en las cunas adineradas: es una escuela de humildad. Y como no pueden producirlo, lo compran. Por eso el arte florece en el mecenazgo. Su existencia transcurre sin mayores contratiempos. Y como es tan fácil, tan holgada, se vuelve insípida, falta de emoción, terriblemente aburrida. Entonces se ven obligados a fabricarse demonios domésticos. Drogas, alcohol, anfetaminas, rumbas día y noche, piques clandestinos en La Calera, cosas así. La pregunta de nuevo surge: ¿cabe esperarse algo de quien la mayor parte del día se encuentra en alucinados viajes? Claro, no son todos, pero las excepciones, como en este lado de la escala, no constituyen la regla.
No importa de dónde provenga ni su origen: de uno y otro lado, el problema es el mismo. Lo importante es adónde nos lleve una preocupación. Se puede vivir instalado sufriendo los reveses que acontecen a todos, o se puede abrazar una preocupación auténtica, que toque la vida. Las demás son simples distractores que atormentan una conciencia enferma de actualidad. Cuestionarse a uno mismo, llegar hasta las últimas consecuencias de ese autoexamen: tal debería ser el derrotero. No quedarse en la superficie, no arañar la epidermis, no pasar inadvertido en un mundo que demanda originalidad. Por un momento posarse en sí mismo y verlo todo desde la óptica de la eternidad, con ojos de dioses. Es el reclamo que hago a mi generación petímetre: siglos de evolución no pueden desembocar en el simio parlante que además viste y calza bien. Debe haber algo más que la tan propalada lucha de clases, un estado de conciliación, de armisticio.
Y quizá esté pidiendo demasiado. Quizá llegué a destiempo o son anacrónicas mis palabras. Quizá esté arremetiendo contra molinos de viento... es baladí. De ser así, no hay esperanza para el futuro de Colombia y las cosas seguirán como hasta hoy han sido: los pobres seguirán siendo más pobres, los ricos cada vez más ricos (y eso ya lo demostraron los balances bancarios del año pasado) hasta que una revolución a sangre y fuego como fuerza histórica incontenible dirima entre bandos contrarios. Jóvenes de uno y otro estrato seguirán engendrando otros que continuarán sus destinos dictados desde la cuna sin remisión...

viernes, 15 de agosto de 2008

PALABRAS A MI GENERACION (II)

Familias armadas a los machetazos. Familias advenedizas, producto de accidentes lúbricos o del terror primitivo a la soledad. Familias urdidas en una noche de copas, en un instante de pesada meditación sobre el porvenir o simplemente por mostrarle los dientes al aburrimiento. Esas son las familias que mi generación ha fundado.
Pienso, en este sentido, en Schopenhauer: "Imaginad por un instante que el acto genérico no fuese una necesidad ni una voluptuosidad, sino un asunto de reflexión pura y de razón: ¿podría subsistir aún la humanidad?" La pregunta es inquietante, porque implica una afirmación temeraria. Uno apenas puede imaginar que un joven pueda llevar a cabo semejante proeza: consiste en decidir aquí y ahora lo que será mi vida en los años siguientes. La cuestión, como se dice, es saber cuál es la decisión conveniente. Si se quiere hacer algo con los cinco minutos de vida que tenemos, la familia es una clara obstrucción porque de contínuo nos veremos obligados a sacrificarla. Lo común y corriente es la elección contraria: no hacer nada y, en cambio, fundar una familia. La reflexión pura demanda un acto que vaya más allá de nosotros mismos, que nos trascienda, que nos sobreviva. Pocos o ninguno poseen esa clarividencia; muchos acogen pasivamente la inercia social y la adoptan como estilo de vida, así tengan que vivir esclavizados a un empleo y un horario.
Hablo de mi generación en su situación actual: jóvenes carentes de oportunidades nacidos en el escaño más incipiente de la gradación social, que comenzaron a trabajar una vez cumplieron la mayoría de edad y la circunstancia tuvo que decidir por ellos. Jóvenes cuyo patrimonio es su buena salud y la fuerza de sus manos para conseguir el pan; jóvenes con presbicia espiritual, incapaces de concebir un proyecto de vida que no implique un sacrificio y una renuncia; que viven porque su corazón late y no pueden, a pesar de sus buenas intenciones, hacer nada más que cumplir cabalmente con las funciones de todo lo viviente: nacer, crecer, reproducirse y morir. Jóvenes propensos al amor, donde toda emoción desenfrenada tiene su campo fértil, donde el arte encuentra su sustrato y la existencia su tinte dramático. Se enamoraron siendo adolescentes y niña tras niña vivieron su idilio, idilio que culminó en la unión marital. Sus familias consisten en la búsqueda pertinaz del sustento diario, en reptar por un empleo esperando ese pan que muchas bocas requieren, en convivir bajo un mismo techo prestado aguantando silentes los defectos del otro, en ver pasar los días con el semblante impasible de un reo condenado para siempre.
Hablo desde la coyuntura social en que la cuna me instaló. Y en ella la pregunta del filósofo se responde con un contundante sí porque hay poco tiempo para la reflexión; además, no se tiene interés en ella. Sus pensamientos son residuos de costumbres que se heredan como los genes. Más allá de los rasgos físicos, mi generación se emparenta en su mundo interior, en su visión de la vida y el porvenir. La educación les llega de oídas, a través de múltiples ecos donde apenas pueden retener lo consabido, eso que llaman sentido común. Y producto de esa instrucción sosa es su aspiración depauperante al dinero, acaparar tantas cosas como sea posible para ostentar alguna prosperidad frente a sus vecinos. Lo repito: basta con tener un par de zapatos más que el prójimo o un televisor más grande y moderno para restregarle mi bienestar y su miseria. Doctrinas económicas mal aprendidas, tergiversadas por pequeños burgueses para domesticar su pelotón de obreros, esa es su posición frente a las cosas materiales. ¿Se puede esperar reflexión alguna, sea pura o turbia, de ellos? ¿Puede salir algún coloso entre una camada de liliputienses? ¿Cabe albergar alguna esperanza de las gentes del mercado? Por favor, ¡no me habléis de dioses!
Si el acto genérico fuera por reflexión, el resultado sería la misma sobrepoblada Tierra porque no se encuentran cabezas lo suficientemente aptas para llevar a cabo el proceso catártico. Las gentes se reproducen indiscriminadamente sin atender las objeciones del sano juicio atiborrando cada metro cuadrado. Son numerosos, muchos. Entre los menos favorecidos, entre los pobres, la perpetuidad de la especie está garantizada: se multiplican como conejos. Pero en esa ingente masa humana sólo hay eso: especie. Ningún carácter individual que haga la diferencia o que valga los siglos de evolución que los produjeron. ¿De quién puede esperarse algo? De un individuo que se ponga en la tarea de reflexionar, simplemente. Entretanto, familias malbaratadas segurán repitiendo los destinos de sus padres, incapaces de trazar otro sendero...

lunes, 28 de julio de 2008

PALABRAS A MI GENERACION (I)

He decidido, luego de un mes de ayuno escritural, iniciar una serie de escritos para la generación a la que pertenezco no más por el cómputo de los años. Es un convencimiento arraigado en la piel con el que he aprendido a parlar: no soy de este tiempo y vivo en la busca de una tribu perdida. Pero eso es otro tema. Lo importante para mí en esta serie es escribir lo más desparpajadamente posible. Hablar como el filósofo: desde las tribunas. No sentir la identidad de la juventud y en cambio padecer de cierta senilidad espiritual no impide opinar sobre lo que veo. Y eso es lo que me propongo.
Estamos determinados a ser lo que somos y no se halla ni en el cielo ni debajo del cielo propiciación suficiente para conmutar tal sentencia. Se trata del humor con el que enfrentemos esa verdad: para un individuo cualquiera puede ser una bendición el que su destino sea inapelable. Ese es el optimismo típico de los pazguatos. Lo grande, lo formidable, es saberse indeterminado, aunque tal gloria sea causante de no pocos malestares metafísicos. Me pregunto si estoy en sintonía con los otros que nacieron el mismo año que yo: somos existencialmente distintos. Es común que entre los viejos se hable de épocas pasadas y juzguen con tono nostálgico que fueron hermosas. Con el tiempo el pasado florece, así el presente sea una pútrida cloaca. Pero entre los jóvenes es ditinto: somos inmortales porque no tememos a la muerte. Cuando se está haciendo una vida y se es protagonista de una historia propia las preguntas fundamentales están de más. No vale la pena entorpecer la felicidad de la tierra con cuestiones pesadas. Y el mundo juvenil consiste en eso: jolgorio, alegría e inocencia. El presente es eterno mientras no sintamo en la carne la paulatina corrupción del paso de los años. Como decía, hacemos a cada instante una vida. La tejemos, la confeccionamos con ambición minuciosa, la planificamos con precisión militar. Queremos para nuestra vida particular esto o aquello, nos dirigimos a algún lado y ponemos en ese destino la esperanza de no ser inútiles, sólo para constatar, años má tarde, que cualquier esfuerzo es baladí: de una u otra forma, queriéndolo o no, debíamos llegar allá. Algunos se preguntarán: ¿Y el estudio? Acaso, ¿El que se esfuerza y el que no lo hace han de compartir similares dichas? ¿Valen lo mismo? Claro que el esfuerzo y el estudio vale, claro que hay más valor moral en quien decide ser alguien a quien pasivamente adopta la postura contraria; aquí la cuestión es de instalamiento: todos se dirigen a echar raíces, fundar una familia y mantener ese nicho de bienestar a toda costa. Y en eso, quiéranlo o no, hay poco o ningún valor.
Pero ninguno de los jóvenes con los que trato a diario se cuestiona hasta ese punto: acaso ya llevan a cuestas un hogar urdido en los accidentados albures del tiempo y lo más decente que les queda por hacer es responder por su patrimonio familiar sin musitar una queja. Acaso nunca quisieron nada más que eso: hijos y mujer. La diferencia entre un hogar y otro es su origen: allí también se encuentra su felicidad y su valor, a eso es a lo que me refiero. Y esa elección es la que me diferencia de la generación que la cronología me impone. Tengo de joven el frescor de un paladar sibarita y la risa del que no tiene nada que perder, pero mi juventud termina cuando el futuro me confronta con mi ahora. Entonces envejezco. Para mi fortuna, soy un animal raro. Para fortuna de los otros, su futuro es manifiesto: hay dos cominos cuyo final es previsible. Si te portas bien, te irá bien; si te portas mal, ya verás. Los jóvenes de mi generación instintivamente se rigen por ese sofisma: sus madres se esforzaron con las mejores intenciones del mundo por adoctrinarlos en ese temor reverente. Y tenemos hombres ejemplares. Es neceario, para vivir tranquilos, no cavilar demasiado en el porvenir y aceptar las cosas como vienen. Vivir como el mulo o la lombriz: conforme a la naturaleza. ¿Cambiar? Ni pensarlo ¿Qué? Basta con tener o un empleo que sea absorbente o estar recluido en una universidad para que la existencia sea justificada: lo que seamos depende de la utilidad que la facultad o la empresa nos enseñe. El resto es consabido: sostenerse para criar y criar para que nos sostengan. Jóvenes que apenas saben para qué viven, jóvenes que actúan según un decálogo dictado por antecesores anónimos. Perdidos, varados en un tiempo que quisieran comprender, pero que no tienen las herramientas para abordarlo en su intimidad. Esa es mi generación ¿Hay algo loable de qué hablarse?...

viernes, 27 de junio de 2008

ESCRITOS PROHIBIDOS (VII)

Después de mucho pensarlo, he concluido que todo "te quiero" es esencialmente verdadero. Lo es en la juventud, por cuanto es en esa edad donde todavía no se sabe lo que es vivir. Y en la adultez, por cuanto todos los fantasmas se hacen terriblemente reales. Te quiero, pero no te amo: he ahí la cuestión de su validez. La gente quiere por diversos motivos: porque su soledad es patética, porque le interesó algún atributo del otro o simplemente porque el día amaneció soleado y se siente en sazón para tales menesteres. Pero el amor es distinto y todos lo saben. Si entendieran esta verdad, la vida sería más sencilla. Más ligera y sin complicaciones. Así se fundan muchos matrimonios. El amor dejó de ser esa ración apetecida y prontamente la zorra abandonó su ambición para atender frutos más alcanzables, más terrenales. Paulatinamente, las cosas más deseables se van abaratando; no es de extrañar que el amor esté entre ellas. Es fácil decir "te quiero": en esa frase no hay compromiso, no define nada y es más digerible. Todos quedan bien, cuando no hay seguridad en los sentimientos. La frase amerita discusión, acaso también permita conciliarse. Pero el amor es distinto: consiste en un categórico sí o no. Un "te quiero" no exige de nosotros ninguna afirmación, tal vez por eso todos concuerden en su autenticidad.
Hablemos sin reticencias: para una mujer el hombre diez es aquel que la ama. Es así, simplemente. Su mayor preocupación es encontrar esa perla de gran precio. Lo demás es reparable: si hay amor todo lo soportan y todo lo toleran. No ocurre igual con los hombres, o por lo menos con los que conozco. Les importa encontrar una compañera que pueda sobrellevar la vastedad de sus defectos temperamentales. Esa es su busca. Piensa en hijos, hogar, rutina, pasar los días teniendo a quién dirigirse cuando las cosas vayan mal. Por eso el amor debería ser femenino como el querer es masculino. Cuando el reloj de la vida dicta su sentencia lapidaria no vale la pena hablar en metáforas. Hay que hacerlo descarnadamente, llamar a las cosas como son: todas las uniones son temporales como son transigibles los sentimientos. Un cuerpo femenino ahuyenta el terror a la soledad, así sea a costa de aguantarlo. Se vale querer cuando la vida está fastidiada y se camina entre escombros, entre hombres que semejan árboles. Henry Miller: "Todo se soporta -ignominia, humillación, pobreza, guerra, crimen- gracias al convencimiento de que de la noche a la mañana algo ocurrirá, un milagro que vuelva la vida tolerable" El reclusorio que consiste una habitación donde se alojan hijos y mujer debe su encanto a esa nefanda esperanza que reconforta a los obreros y hasta los hace sonreir. El querer tiene esa propiedad, pero no el amor.
Finalmente, el querer resiste a la prueba del tiempo: mientras los amantes ven menguar la llama de su pasión hasta el aburrimiento de la vida en común, los que simplemente quieren tienen la posibilidad de llegar al amor con el correr de los días. Con el tiempo y los pequeños detalles se aprende a descubrir al otro deseando lo que no se ve, eso que llaman belleza interior. Y el amor consiste en entrañas, en tuétanos, en la contemplación sin horror de la parte fea de cada cual y aceptarla. Ese milagro lo obran los años. Es un camino inverso: se parte de lo menos para llegar a lo más. El amor calcina: de ahí que sea perenne para la literatura y motivo sustancial del arte. En cambio, el querer reconforta con su tibieza...

viernes, 13 de junio de 2008

ESCRITOS PROHIBIDOS (VI)

"Desde luego que el amor verdadero es una rareza: ocurre dos o tres veces por siglo. El resto del tiempo lo único que hay es vanidad o hastío"
ALBERT CAMUS

¿Hay una ética sexual masculina? Sí, y se puede definir como sigue: a un hombre no le interesa si a ella le gusta salir a trotar por las mañanas o si prefiere la música disco al trance o al techno, o si su pasatiempo favorito es ir a cine o hacer compras, o si le asusta la oscuridad o si se ríe por una ocurrencia o si le entristece el mal y la injusticia. No, nada de eso: lo único que le importa es llevársela a la cama. Pero todo cambia cuando el amor toca a la puerta. Entonces sus intereses varían, sus palabras se tornan suspiros y un aroma de poesía impregna los actos más prosaicos. En esto se parece a todas las mujeres. El amor tiene ese raro encanto: convierte a la bestia sexual en una delicada antena de sentimentalismos. En eso no hay culpa: tarde o temprano a todos nos pasa. Como se dice, el amor es una condena inapelable. Ese inefable sentimiento transforma la totalidad del hombre y lo hace merecedor de la vida. Se ven las cosas con cierto optimismo metafísico: el mundo no es tan malo. Todos los días son florecidos y las noches sostienen una profunda calma en la que el corazón se distiende, se relaja. Cambiando descansa. Descansa en la melodía deliciosa que interpreta su alma engañada. Ni el indiferente ni el frívolo ni el malvado son inmunes a esa enfermedad inexorable. Son los grilletes que buscan las manos libres, el cepo anhelado por quien nunca conoció esclavitud. Por eso la vida se ve mejor y se hace más llevadera.
Sólo hasta ese momento, hasta ese instante milagroso, el hombre se vuelve útil para la monogamia. Una mujer puede excluir a las demás. Una amistad que culmina en el compromiso conyugal. Amistad que es, ante todo, compañía. Dos soledades que se encuentran para amenguar sus carencias. Comer juntos, compartir juntos, dormir juntos. Un punto donde ya no importa tanto lo físico como lo psíquico. Trascendemos la carne que antes deseábamos para llegar al alma gemela, la que más se asemeje a nosotros. Y eso es amor, o lo que se conoce por amor. Muy distinto al cantado por los poetas. Lo paradójico es su rareza, los escasos instantes en que se da. Una mujer organiza la vida de cualquier hombre, con tal que permanezca a su lado. "No me quieras, pero séme fiel" reza el evangelio de muchos hogares malbaratados. De nada sirve la rememoración del pasado, salvo para traer dolores presentes. De nada sirve el qué hubiera sido si cuando la vida ya está jugada. Cuando no hay nada que hacer, salvo vegetar. Una condena es auténticamente dramática cuando ya no se puede reversar el fallo. Igual ocurre con los compromisos: cuando hay hijos, un patrimonio común y una fanegada de años atrás lo único que queda es vivir por ellos así la vida individual sea una mierda. El amor no se acaba; envejece, que es distinto. Uno no sabe qué es peor.
La ética sexual masculina cambia con la compañera permanente. Si se la ama, claro está: como ocurre hoy día, mujeres y hombres casados no ponen trabas cuando de conseguir amantes se trata. Si este es el caso tal ética sigue igual, con una diferencia: la moza es ese polvo que saca al casado de la rutinaria cópula conyugal. La oxigena, por así decirlo. Una canita al aire: no hay eufemismo más preciso para referirse a ese caso. No, yo no hablo de eso: hablo de un amor auténtico, si cabe hablarse de él. Por eso los téminos matrimoniales son exactos: se trata de amar sólo a una y entregarse por completo a ella durante toda su vida, como lo hacen los cisnes. La mejor prueba de amor es refrescarlo diariamente con los pequeños detalles sin mirar lo que nos ofrece el mercado. Claro que hay desacuerdos, claro que hay discusiones, algunas realmente álgidas y difíciles, pero, como se dice, el amor todo lo vence. Tiempo después las relaciones sexuales con la esposa no consisten tanto en el extenuante gimnasio entre sábanas que se sostenía cuando era la líbido quen gobernaba las elecciones del soltero. Consisten, por el contrario, en hacer el amor, en descubrir como si fuera la primera vez ese cuerpo hartamente acaariciado y besado. La pregunta surge: ¿hay amor hoy por hoy? Sólo Dios lo sabe. Camino entre los hombres de mi siglo y no veo más que resignado renunciamiento a una vida que nunca se quiso. Vanidad y hastío. Hombres que engendran otros hombres que compartirán el mismo destino. Si no te unes con una mujer por amor, no te unas a ella, no le hagas ese mal. No te hagas ese mal. No temas a la soledad; teme al aburrimiento, a esa secreta ponzoña que malogra la nobleza más eximia. Si no hay amor, no lo busques, porque será en vano. Llega, simplemente. Entretanto vive, así tu vivir sea sin fe ni esperanza. Disfruta de ese vino que colma tu copa, de esa música estridente que inunda tus oídos, de esas mujeres inolvidables que pasan sin dolor ni rastro. Y cuando la soledad te acose con sus tentáculos, húndete en sus lóbregos sótanos con la proclama de Sansón en su gran victoria: "Muera yo y mueran conmigo los filisteos"...

martes, 10 de junio de 2008

ESCRITOS PROHIBIDOS (V)

En la juventud, el hombre no busca tanto a una mujer para la casa como para la cama. Es una cuestión de piel: lo que importa es subvenir a las necesidades de la carne. En la juventud, todos los placeres son auténticos como verdaderos son los dolores. Es donde se conoce al amor sin la máscara de lo conveniente, del deber ser; por eso el romántico es siempre juvenil. Las mujeres de la vida modelan, van de aquí para allá llevando en su piel ese sabor disfrutable sólo por paladares sibaritas. Quien no ha amado a una en esta etapa, no espere amarla en las posteriores: la experiencia no es más que una convención consoladora que hombres cargados de años han elaborado para reconfortarse de su miserableza. Por eso nuestro interés se dirige a las deportistas, a las mujeres saludables y frescas. Nuestra melancolía quiere descansar en la rotundidad de sus pechos, beber de sus fuentes cristalinas, diáfanas. La alegría inocente, aquella que no ha sufrido la corrupción de una moral envejecida: esa es la mujer que se busca. La mujer con la que fantaseamos en nuestras lúbricas noches sin sueño, en el abismo de nuestra soledad oscura. Cada mujer lleva en su sonrisa el refrescante saludo de una brisa veraniega, en sus ojos la luz iridiscente de una mañana colmada de sol. Y de esa brisa y de esa luz nosotros, los solitarios, estamos hambrientos.
Noches de Hungría, noches de bohemia: esa es nuestra gloria. Música que retumba, que invita a las caderas a hacerse a la pista. Y en la pista está ella: la mujer de la consolación. No exigimos de ella más que la sacramental mentira de callarlo todo y llenarnos con sus embustes. Lo demás es baladí. Hundirnos en el ocaso dulce de un cuarto de hotel sumergidos entre sábanas blancas abrazados a nuestro virginal ensueño: eso es todo lo que pedimos. Y olvidar, sin demandar nada más. Que la noche nos trague, que todo termine allí con ella, que las llamas del infierno nos alcance en nuestra gran victoria, la última. O que todo vuelva a comenzar. Que el reloj de arena, la clepsidra de los oradores antiguos, dé vuelta y todo retorne a su habitual aburrimiento. Da igual. Como el deseo, los apetitos son insaciables.
Para quien no busca preservarse a sí mismo, todas las noches son atroces e implacables las madrugadas. Es preciso sustraerse del juicio autoinflingido de la conducta, huir del fiscal de la conciencia. La defensa: todo se subordina a ella, la mujer de nuestro mórbido sentimiento. Mórbido porque cada beso nos obliga a buscarlas una y otra vez para saciar la sed; porque sus gestos, el sutil movimiento de sus ojos y el ligero contoneo de sus caderas al caminar nos lleva a extrañarlas, a pensarlas con encendida pasión. Se clavan en nuestro pensamiento y su rostro se hace inolvidable, como el Zahir. Más que a la mujer de carne y hueso, amamos al fantasma que el corazón elabora en torno a ella. Amamos la abstracción, la idea. Por eso una vez la tomamos, de súbito nos desencantamos. No hay más fidelidad que al amor inasible, el vedado por la circunstancia. ¿Qué hacer? Ir tras las mujeres de la vida y armar como un rompecabezas la que el sentimiento demanda. Vivir en el momento, amar en el momento. Negar al corazón cualquier vestigio de felicidad que alguna mujer suponga. Huir de aquella que provoque algo más que el delirio sensual: eso sería lo saludable. Y entregarse a muchas, similar a Orfeo cuando fue destrozado por las amazonas. Un suspiro que delate la ausencia de la mujer amada vale más que todas las cartas de amor; una mirada que insinúe tal pasión vale más que el expedito contrato matrimonial fraguado ante una caterva de mojigatos, pretenciosos e hipócritas de la moral. Por eso somos amantes: porque somos destinatarios del vacío.

Hasta ahí...

domingo, 25 de mayo de 2008

ESCRITOS PROHIBIDOS (IV)

"Manos invisibles son las que nos zahieren y nos destrozan..."
FRIEDRICH NIETZSCHE
A Blanca Niño
Es la mujer amada, aunque no propiamente sea la más deseada. Tiene las virtudes más encomiables para fundar una familia. Hablando en términos de compromiso, es la madre adecuada para criar los niños; hablando en términos románticos, es la mujer que cualquier hombre quisiera tener por esposa. La ideal, la perfecta.
Tenerla y no tenerla. Tan cerca y tan lejana. Hablarle, disfrutar a su lado momentos dichosos, reir juntos, tal vez conversar un poco del mundo, del país o de cuanta estupidez esté en boca de la gente. Y luego despedirse con un beso prófugo en busca de sus labios. Y, una vez ida, el desaliento. El desconcierto al no poder tenerla por completo, al pedirla prestada a su empleo y a sus otros amigos por unas cuantas horas de la tarde. La fragancia que dejó en nuestros labios impregnada nos acompaña durante la semana. La fragancia es su aroma. Y el aroma trae su recuerdo, imágenes sesgadas de su risa musical, de su voz irrepetible. Y en el recuerdo, la oculta ponzoña que malogra nuestras noches y nos arrastra a la desesperación porque nos está vedada, prohibida como el fruto del árbol edénico. "De todo árbol del huerto podrás comer; más del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás; porque el día que de él comieres, ciertamente morirás" reza la Escritura. ¿No fue la voluptuosidad de la prohibición la que hizo el fruto apetecible? Lo hizo delicioso. ¿No está su sabor presente en los labios femeninos? "Por el beso culpable de una santa aceptaría la peste como bendición" escribe Ciorán. Moriría gozoso por deleitarme en sus labios, así en sus labios esté el veneno. Basta ya de poesía: es hora de la confrontación. Para un hombre avezado en la conquista, ¿por qué es difícil conquistarla a ella, a la que realmente le interesa? Precisamente por eso, porque le interesa. Para un hombre que conoce bien a las mujeres, ¿por qué se enfanga cuando intenta conocerla? Porque ella, sin proponérselo, le enseña que no hay empresa más infructuosa que intentar entenderlas. "¿Quién entiende a las mujeres?" pregunta que se inscribe en la tumba de Borges. Pregunta incontestable, como las antiguas disquisiciones filosóficas. Pero el sinsabor sigue: ¿Qué me pasa, que no puedo dejar de pensarla, de aclamarla? ¿Por qué me hace falta?.
El dibujo de un corazón no nos dice nada. Hemos prostituido la palabra "amor" al hacerla equivalente a las húmedas pasiones que abruman la carne, al barajarla junto con nuestras debilidades y añoranzas. El hombre común se enamora y desamora casi tan rápido como cambia de ropa. Hablamos de lo desconocido, de lo que apenas hemos entrevisto. Fue un acierto semántico de nuestro tiempo el divorcio entre amor y sexo. Donjuan lo sabe y es el principal apóstol de esa nueva verdad: nuestro vocabulario romántico está plagado de fantasmas. Por eso no cree en sus sentimientos, o no quiere creer en ellos. Tantas mujeres le han enseñado que el amor es tan raro como los centauros y tan mítico como los dioses olímpicos. Pero la pregunta no ceja en su empeño de acusarlo: ¿qué me pasa, que no puedo dejar de pensar en ella, que no puedo apartarla de mi mente? Borges, el divino ciego, escribe: "Hay quien busca el amor de una mujer para olvidarse de ella, para no pensar más en ella" Pero si así hiciera, no sería Donjuan. Debe su encanto a la dispersión que ha sometido a su corazón, a su querer nunca satisfecho. Y si perdiera su encanto, las mujeres no se lo perdonarían. Dejarían de amarlo y el amor perdido lo marchitaría, lo malograría hasta ponerlo al nivel de los hombres comunes, de quienes no vale la pena hablarse. Mejor es la muerte que vivir rememorando en la miseria la gloria que un día fue y ya no es.
¿Qué me pasa? La pregunta que no se calla. Es preferible postergarla indefinidamente. La elección de Donjuan consiste en la contemplación desesperanzada por no poder ser otro, por no tener interés para ello. Así que volverá a invitar a la mujer que le fascina una y otra vez; volverán a salir al bulevar, al cine, a los sitios donde acostumbra llevar a las mujeres que le inspiran más que deseo. Su dicha será tenerla cerca, así sea por contadas horas: teme que la rutina corrompa su relación como lo hace el matrimonio. Aún sin saber qué es el amor y si existirá tal cosa, se contentará con saber que sería ella su depositaria, su diosa. Si esto es trágico, ¿no lo es más las relaciones comunes del resto, de los otros, donde no hay más que hastío y obligado renunciamiento al día a día?...

viernes, 23 de mayo de 2008

ESCRITOS PROHIBIDOS (III)

"La mujer no existe; existe son las mujeres..."
ARTHUR SCHOPENHAUER


La pasión nos obliga a conquistas mayores. Una no es suficiente; una es siempre nuestra fracasada búsqueda y nuestro anhelo legítimo. Buscar a la mujer en las mujeres, armar a retazos y en diversos rostros aquel que se desea. El amor: cosa más complicada, a la vez que desconocida. La diversidad es lo que se ama: el resto es poesía, ficciones de un corazón que no concuerda en lo que quiere. Y en esa ambigüedad se encuentra el hombre encantador.
Tal hombre debe su encanto a la multitud de sus defectos: ellas aman lo que les ofrece resistencia, lo que las zahiere. Puede con facilidad olvidar a una mujer porque otra está siempre a la vueltra de la esquina, en la acera de enfrente. Un vampiro cuya sed es saciada en varias gargantas, un réprobo que se alimenta de la belleza famenina. Sus saturnales son tan apasionadas como hirientes son sus madrugadas, como sombríos son los días posteriores a la alegría. No ha tomado a una cuando ya quiere seguir con la siguiente; la dispersión es su enconada convicción y las mujeres su más fervoroso evangelio. Una religión sin muchas exigencias, aunque amerite el sacrificio personal hasta sus últimas consecuencias. El encantador no se enamora y difícilmente puede afirmarse que sepa qué es, aunque tampoco que no conozca tal logomaquia. Su amor consiste en la sucesiva posesión de carnes femeninas y su apetito no reconoce límites. Sabe que se dirige a un abismo insondable, pero el néctar lúbrico de la vulva es mayor a su voluntad de preservación. Por eso está condenado. Dirá él: "Felízmente..."
Pero volvamos a las mujeres. ¿Por qué les atrae tanto? La respuesta no está en su cabeza, mucho menos en su corazón: está en el cosquilleo que las recorre, que les eriza la piel y las lleva a pecar con el pensamiento. El hombre que con su mirada las traspasa, descubre sus deseos más íntimos y puede leer en sus carnes faciales cuál es su fantasía, su pudor que desea ser derribado, su moral que quiere ser debelada. El hombre que con su presencia las humedece, con su aroma la respiración agitada que precede a la excitación. El hombre al que temen, a la vez que reclaman. Le temen porque es capaz de doblegarlas y llevarlas a cometer aquellos actos que las ruborizarían si fueran divulgados. Le temen porque las irrespeta con una sensual caricia, con una palabra inmunda susurrada al oído, con su irreverencia al protocolo social que dicta que una mujer no se toca ni con el pétalo de una rosa. Y le temen porque no sólo las toca, las acaricia, las desviste, las arrastra al lecho presas en sus deseos reprimidos, sino porque al otro día, cuando su noche lujuriosa haya terminado, ese hombre no se despertará junto a ellas. Lo extrañarán y sentirán el dolor profundo que el vulgo a través de los siglos se ha empeñado en llamar amor. Y lo amarán porque no lo merece, porque, al decir de ellas, es "un completo infeliz".
El encantador, el donjuan, también lleva a cuestas su condena particular: la soledad. Como es incapaz de establecer una relación seria y desconoce la sinceridad, es y será la soledad su compañera permanente. Las fechas más importantes que la gente celebra delatan por intermitencias su nostalgia, porque ninguna de sus mujeres está disponible para él: están o con su esposo, su novio o su familia. El pináculo de su gloria se llama sábado en la noche, donde tiene la certeza que un cuerpo femenino lo abrigará por contadas horas oscuras: esa voluptuosidad le impide sentirse desgraciado. Y si no, por lo menos le ayuda a sobrellevar su resaca. Como las mujeres están a la mano, no es de extrañar que cuando quiera aferrarse a una para librarse de su condena, ésta le rehuya como el agua y las viandas a Tántalo. El licor ayuda porque enerva, porque nos olvida; las mujeres porque en ellas está nuestra incomprensión, nuestro deseo sincero. La noche porque es el reflejo de nuestra alma lóbrega surcada por tenues fulgores de dicha. El encantador, sabiéndose insatisfecho, se entrega a la mecánica de su destino y se resiste a escapar de él. Se rebela contra la rebeldía. El encantador no es mujeriego: éste visita a las mujeres con la estupidez propia del hombre casado. Lo único que busca es un asueto, una distracción para sostener el hastío de su hogar empapándose en otros labios. No así el encantador: perdido entre las mujeres, sabe que algo suyo lo abandone cada vez que abandona a una de sus muchas amantes; algo irrecuperable se pierde, se drena como por una cañería. Y ese algo es su aliento vital, por eso después de la faena amatoria se siente cansado. Y su cansancio lo abruma con saña cada vez más...

jueves, 8 de mayo de 2008

ESCRITOS PROHIBIDOS (II)

¿Cabe hablarse hoy por hoy sobre el hombre ejemplar? Que respondan ellas. El hombre ejemplar, como la mujer ejecutiva, son invenciones de una sociedad lo demasiado sobria para tomarse en serio: es a lo que hay que aspirar si se quiere ser algo. El que cae bien a todo el mundo, el cumplidor de su labor, el que tiene enfermizos miramientos a la hora de administrar el presupuesto familiar, ese es el hombre ejemplar. Ivan Illich.
Es el hombre que cualquier mujer quisiera tener por esposo y el adecuado para la crianza de los niños, pero el que ninguna mujer desea. Vargas Vila: "Las mujeres bellas pertenecen a las clases criminales". Sacan a pasear al perro, despachan los niños a la escuela y, siempre impecables, se despiden con un beso fraternal de su virginal esposa con la promesa rutinaria de volver una vez terminada la jornada. Al cruzar el vano de la puerta es cuando comienzan las cavilaciones femeninas. Ella, como dice la canción, tiene que mojarse las ganas en el café. Y piensa en el hombre que la enciende. La infidelidad femenina no es como la masculina: se entregan para ser amadas, simplemente. No las motivan tanto los atributos físicos ni la galantería como el hecho irrisorio de ser valoradas, tenidas en cuenta, halagadas y, ante todo, deseadas; pero se deciden si y solo si ya han sufrido la traición. Entonces somos cornudos y con astas podemos permanecer años y años. Pero hay un instante en que no necesitan justificación para actuar: es cuando se vuelven maestras. Las mujeres engañan cuando son engañadas y cuando su cuerpo lo demanda, aunque en menor proporción. Pero esa proporción es la que me interesa. Creemos que el amor es estático y no precisa mayores atenciones; creemos tenerlas seguras al recluirlas en la casa y las cargamos con hijos, pero esas creencias se desbaratan ante la evidencia: como nosotros, también desean porque son carne y sangre.
Pero la culpa la tiene el hombre ejemplar a cada momento. Y su culpa consiste en inflar su fantasma social con el objeto de ganarse una posición y un respeto en la frívola sociedad. Infla tanto la sombra que proyecta a los demás, que termina siendo él mismo sombra. Basta con cumplir con el decálogo del bueno para ser fijado en el molde de la ejemplaridad y, con el molde, el fárrago de prejuicios y reticencias que la convivencia comporta. Y sus bellas mujeres (porque ninguno se casó mal: para fortuna de muchos, tienen buen gusto a la hora de conseguir mujer) siguen mojándose las ganas. Se dice que hay dos clases de hombres: los que nacieron para trabajar y los que nacieron para amar. También se dice que éstos son mantenidos por aquellos y hasta crían hijos ignorando su paternidad. Es el marco de cualquier telenovela mejicana: el hijo que no sabe quién es su padre.
Ninguna mujer desconoce el hecho que a medida transcurren los años de unión conyugal su consorte va menguando la líbido en la misma medida que ellas se hacen más ávidas de placer. Un hambre antes no conocida, puesto que el mercado de la soltería estaba a su alcance. Y para no malbaratar el hogar buscan un sucedáneo que no necesariamente es un hombre. Puede ser la casa, las obligaciones domésticas o las comidillas del vecindario. No piensan en la infidelidad tanto como nosotros: esa primera intención es típicamente masculina. Pero es su carne la que las traiciona y en eso no debería haber culpa. En el matrimonio genuinamente se descubre el sexo: los hombres para constatar su insuficiencia y las mujeres para verificar su insatisfacción. Así hayan solapadas que no lo reconozcan. Pero el problema es nuestro orgullo: es difícil aceptar un vecino que ocupe la misma casa a diferente hora. Y encima, que ese vecino se ufane a nuestras expensas. He aquí la verdadera revolución sexual: la diferencia entre hombres y mujeres es sólo anatómica. A pesar de eso, creo en la fidelidad femenina con la misma convicción que creo en la infidelidad masculina.
Y en este escenario el hombre ejemplar aparece como una ambiguedad social: no se entiende cómo logra ser feliz a costa de la mascarada. Pero es su insaciable y ardiente esposa, la pudorosa señora igualmente venerada, quien nos da la respuesta: hay que comer con la boca limpia, sacudir las moronas de las manos y conservar la compostura sobre todas las cosas. Hay que bañarse para no dejar en el cuerpo rastros de desodorante masculino; hay que lavar las sábanas cuidando que no queden manchas amarillentas que las puedan delatar; hay que ser prudentes, hablar poco, mostrar buen semblante y sonreir ante las ocurrencias más idiotas; hay que subvenir las necesidades sexuales del esposo, si llega a tenerlas, para no levantar sospechas, incluso si ha tenido una jornada extenuante horas antes en el mismo lecho. Tácitamente el esposo, el hombre ejemplar, ya sabe el resto: debe llegar puntual a su hogar y que su llegada la anuncie una carcajada escuchable desde una cuadra, incluso algunos minutos más tarde, por si acaso...

martes, 6 de mayo de 2008

ESCRITOS PROHIBIDOS (I)

"Los hombres no son amigos de las mujeres" no sé quién lo ha dicho, pero dijo acertadamente. Los hombres no vemos en las mujeres más que una línea oblicua desde sus senos hasta su trasero: entre más inclinada, más nos interesa. De ahí que muchas niños le deban su autoestima a la turgencia de sus atributos naturales; de ahí, también, el que no pasen inadvertidas en el trato diario, que es la mayor ofensa que se les puede hacer. Una mujer que no inspire un mal pensamiento está condenada a ser invisible en el escenario social: la amabilidad halagueña que les tributamos también es otra forma de decirles: "Quiero acostarme contigo". Unos lo dicen expresamente sin necesidad de tanto protocolo; otros, por el contrario, recurren al cuento de Caperucita Roja y en vez de abuela se disfrazan de hombres buenos. Esos son los peores.
Un hombre bueno. ¿A qué aspira? Poseer a una mujer mediante su disfrazada humildad, atraerla con la hipócrita máscara de la longanimidad, seducirla y hacerla suya con el chantaje que supone ser un alma buena. Pero se equivocan: en eso consiste su error garrafal y la más hiriente discordia con ellos mismos que se empeñan en velar a los demás. Queriendo acostarse con una, recurren a la artimaña de hacerse amigo de ella, ser su confidente, ganarse su confianza para finalmnte pedírselo, pero se quedan a la mitad del camino gracias a su torpeza: son ese mejor amigo que toda mujer tiene y con el que nunca piensa tener siquiera un mal pensamiento. Para su infortunio, el pasto de su envidia son los otros, los que se atreven, los donjuanes, los buenavidas. Están condenados a dejar hacer y dejar pasar. Como los hambrientos, ven desde la puerta el pan caliente y fresco que no saciará su hambre y está destinado a paladares sibaritas. Y para rematar, su falsaria amistad los obliga a escucharlas, a ficcionar con el labio escurrido las ardientes faenas que sus amigas les relatan con vivo detalle y ellos se mueren por protagonizar. Viven cerca de ellas, no las pierden de vista ni por un segundo, sólo para agudizar su envidia irreparable: presencian impotentes cómo otros seducen y conquistan mientras su líbido se consume todas las noches entre sus manos y sus sábanas gracias a su cobardía.
Los solapados: quienes no descubren sus intenciones sino hasta muy entrada la noche y amparados con el pretexto de las copas de más. Los taimados: quienes miran a las mujeres con deseo manifiesto y acuden al juego de las culpas para debelarlas y calmar su antojo irascible. Se equivocan ellas al creer que un hombre puede ser su amigo: sólo se espera, al acecho, el momento de la debilidad para devorarlas. Y las mujeres son propensas a esos momentos: se podría decir que su naturaleza las traiciona más a menudo de lo que se piensa. ¿Es posible la amistad? Sólo si entre ambos hay una genuina apatía. Pero eso no lo perdonan ellas: su señorío consiste en nuestro deseo. Nos equivocamos nosotros al creer que ellas ignoran toda esta tramoya: lo saben muy bien, tan bien que no pocas veces un hombre ha sido manipulado sin advertirlo. Ha sido conducido como el borrico que a través de la trocha persigue la zanahoria que lleva el campesino en una caña de pescar. Saben que en ellas está nuestra pasión, el anhelo más ferviente, la fruta de la tentación, la perla de gran precio, el vino que mejor sabe, el más placentero de los tormentos, nuestra auténtica fe religiosa. Saben, también, cómo administrar su señorío: en todop momento es quien decide. La mujer, la diosa.
El hombre bueno, el hombre de mi aversión. En lo personal, mi lástima es para aquellos que, deseando a una mujer, urden una compleja trama de amistades, sentimentalismos y falsos requiebrospara lograr lo que en una sutil pero sagaz charla se podría finiquitar por medios más económicos. Y los aborrezco porque las hieren, las engañan, las malogran, las hacen desconfiadas. Vargas Vila: "La mujer nace buena y el hombre le pervierte el corazón; nace confiada y el hombre la hace recelosa; nsce leal y el hombre la lleva a ser pérfida; nace pura y el hombre la marchita. ¡Después la culpa!" A Vargas Vila lo citaré a lo largo de estos artículos...

jueves, 24 de abril de 2008

DESDE ABAJO (IV)

De las cunas nobles nacen caballeros y gobernantes; de las cunas pobres, artistas y deportistas. En últimas, uno no sabe a qué nacimiento le debe más.
Para finalizar esta serie de artículos dedicados a la pobreza, me referiré a aquella que comporta alguna nobleza, hablando en términos humanos. Toda pobreza, más que vergonzosa, es nociva: su peligro consiste en la capacidad de permear el alma, los sentimientos más loables y las intenciones más puras arrastrando a quien la padece a la aniquilación de la dignidad. Y es esa cepa (porque la pobreza es una enfermedad de la que es preciso huir con todas las fuerzas) la mayormente extendida y deplorable. Pero hay una en especial que lleva a los hombres más allá de sí mismos elevándolos por encima de sus próximos y de su época; hay una que permite la fermentación en un individuo de caracteres específicos que regirán una tendencia artística o encarrilarán una corriente literaria. Esa pobreza, rara y poco vista, es a la que rindo mis laureles y mi más fervorosa súplica.
Alguien que haya nacido en la fortuna tiene una sola opción: procurar que su patrimonio no mengue al tanto que disfruta lo que la preocupación por sus arcas le permita. Quien haya nacido en la inopia tiene dos alternativas: o perecer en ella o superarla. Perecer en ella significa aceptar su suerte y fundar en sus riberas la felicidad de una familia maltrecha, un salario que apenas alcance y las infaltables diversiones de fín de semana, que hacen llevadero y hasta soportable el peor de los destinos. O superarla, de dos modos: como lo hace el tendero (trabajando a brazo partido mirando hasta el último céntimo para que sea el ahorro el dique resistente de los reveses económicos) o mediante la producción. El primero es vulgar, poco importante; es lo que todos hacen sin que su fatigosa laboriosidad les aporte algo distinto que el papel moneda. El segundo es propio de aquellos que ponen su vida en algo que se estima superior y merece la suma de sus esfuerzos y anhelos sin importar el final del camino. Estos son los artistas y deportistas. En ellos la vida se torna especialmente dramática: obliga a suprimir en lo posible las necesidades del cuerpo y, en compensación, alimentar la esperanza, que no precisa pan ni agua. Poner la mirada en lo que no se ve; un esfuerzo sobrehumano que implica una renuncia y un sacrificio en procura de algo mejor. Sólo que ese algo mejor cuesta la vida misma. Habituarse a decir no al paso de más que se da, a no considerar la gratificación y aguzar los sentidos en lo que falta. El sudor que se derrama mientras los músculos son animados por esa otra fuerza que nos opone a la adversidad: ese es el hombre al que me refiero. Si la cuna nos negó las delicias del buen vivir, entonces ese vivir hay que arrebatarlo con cosas que dependan por completo de uno, que se deban al mérito propio. El deportista es el mejor ejemplo: se consagra a una disciplina con la esperanza inconfesada de resarcir su pobreza mediante la destreza física. Unos lo logran, otros no; pero tienen su justificación delante de los hombres y los dioses. Su existencia valió la pena así su paso por el mundo haya sido en silencio, casi desapercibido. William Ospina dijo alguna vez que la historia se interesa por los victoriosos y el arte por los fracasados. El caso del artista es diferente aunque en principio responda a las mismas motivaciones: se trata de una expiación. El artista -por lo menos en el que creo- se subordina al ejercicio de sus mejores facultades para producir ese sutil enajenamiento que es su oficio. No es un hombre de mundo ni mucho menos un gentleman. Por definición, es esclavo de las musas que lo zahieren a capricho y fruto de ese suplicio es la obra. La creación supone un lugar solo, apartado y aislado, donde se produce el milagro. La soledad es, pues, la compañera permanente del artista. Daniel Higuera escribe: "Elegir la soledad con la siempre conveniente excusa de la creación es enfrentarse a los oscuros y amplios pasadizos y lúgubres galerías donde la idea del arte obsesiona al ermitaño".
El arte -y me atrevo a decirlo sin faltar a la verdad- tiene su sustrato más noble en la pobreza. Puede que alguien de mejor cuna se dedique a un oficio y hasta lo haga bien, pero es en las cunas humildes, donde no cabe el gesto hipócrita de la decencia y los refinamientos citadinos para llamar a las cosas como son, donde se acrisola. Mientras uno toma el pincel por un pasatiempo, el otro lo toma con temor y temblor, porque de eso depende su vida. Si Fernando Botero no pasa penurias en New York al tanto que elaboraba sus singulares cuadros para ganarse el sustento, quizá no hubiera sido Fernando Botero, el genio viviente de la pintura. Igual cabe decir de Gabo y su estancia menesterosa en París. Es necesario ese aprendizaje de la necesidad material para comprender la insatisfacción natural que acucia a un gran espíritu cuando termina una obra. En el arte difícilmente se alcanza la plenitud. Cada obra concluida deja en el creador cierto escozor, cierta incertidumbre que lo lleva a ejecutar la tarea de nuevo para constatar lo que de antemano sabe: la frustración de asir por las ropas a la perfección sin poder expresarla como es debido. Se dice que Dotoyewsky adquirió su epilepsia por la abrumadora carpintería de su literatura. Su disgusto por la obra paulatinamente se tradujo en enfermedad corporal. Y esa insatisfacción crónica, ese afán de perfección que nunca se alcanza, sólo es viable en la pobreza. El artista es un ser desgraciado, reconózcalo o no: debe entregarle a su oficio lo mejor de sí, invertirle sus energías y dedicarle sus horas más lúcidas en busca de una obra que, si no es buena, por lo menos sea aceptable al obrero. Y una vez terminada, sin alcanzar la plena satisfacción de sí, reanudar la tarea y, con la tarea, el suplicio. Y ese desprecio autoinflingido, esa negación y esa renuncia, sólo se aprende en la pobreza.
En lo personal, mi literatura tiene un único propósito: olvidarme de mí mismo. Mi vindicación consiste en una obra: eso es todo. Muchas veces he maldecido mi pobreza; muchas veces, también, he llegado a la misma conclusión: de no haber sido por ella me habría dedicado a otra cosa. A las finanzas, al amor y las mujeres, incluso a la abogacía, menos a la literatura. Pero a ella me debo aunque sea incierto su porvenir. Y palabra tras palabra concuerdo con Foucault: "Pensar ni consuela ni hace felíz"...

viernes, 18 de abril de 2008

DESDE ABAJO (III)

¿Qué es lo que empobrece a la gente?
Una prólija mirada a las ideologías sociales es suficiente para constatar el desacuerdo irreconciliable que ha dividido a los hombres de nuestro tiempo. El capitalismo responde:"los pobres son pobres porque son perezosos" mientras el socialismo les replica:"son pobres porque los ricos los oprimen". Sin pretender tomar partido -lo cual es una completa y absurda ridiculez- diré que ambos tienen razón: son pobres por pereza y opresión. La una lleva a la otra; la instiga, por decirlo así. No puede ser culpable un hombre hábil de su habilidad ni un ingenioso de su inteligencia. Llámese manada, redil o rebaño, un grupo siempre reclamará un pastor. Y hay quienes atienden ese llamado. Se trata de interpretar un sentimiento colectivo y encarnarlo o aparentar encarnarlo, como suele ocurrir. Maquiavelo: "Los hombres son tan simples y se sujetan en tanto grado a la necesidad, que el que engaña con arte halla siempre gentes que se dejen engañar". Incluso con complacencia, con fruición, agregaría yo. Es la osatura de la historia política de América Latina: la pobreza es el campo fértil del caudillismo.
¿Oligarquía? De tanto que esa palabra se ha usado, ya comienza a sonar sospechosa. Jorge Eliecer Gaitán tenía credibilidad al pronunciarla sin caer en gratilocuencias risibles: él fue el caudillo. Murió el hombre y nació el mito. ¿A quiénes se refieren los socialistas, los que se han arrogado el derecho de pronunciarla? A los ricos, por supuesto. Pero sus discursos, infestados del argot de su doctrina, delatan la vacuidad de sus ideas en la medida que demuestran las honduras de sus convicciones quijotescas. Llevamos siglos hablando de oligarquías y arengando contra ellas con la pasión propia de aquel descubridor de verdades redentoras y las oligarquías siguen ahí: unas veces instaladas en el poder, otras a su bienhechora sombra, pero siemprre presentes. Tanto en la paz como en la guerra. En una guerra las primeras filas se engrosan de hombres pobres obligados más por necesidades digestivas que por una razón de patria mientras los oficiales dirigen la maquinaria bélica a través de un radio desde el confort y la seguridad de un búnker. Es sabido que es más difícil reemplazar a un oficial que a cien hombres, por lo que la fría lógica deduce que un hombre vale por cien. Así las cosas, se comprende por qué la carrera de oficial vale tantas veces más que la de un subalterno: los soldados rasos no necesitan curso para empuñar un fusil. Y son, a la sazón, las bajas más cuantiosas. Y como son muchas, son menos dolorosas y se suplen con facilidad. El ejército de cualquier país es el ejemplo más explícito de la abismal diferencia que zanja a una sociedad. ¿Vale la pena morir por algo así?.
Pero volvamos a la oligarquía. El bienestar de unos pocos garantizado en el sudor embrutecedor de muchos. Generaciones y generaciones que detentan ese estado y lo convierten, pasado el tiempo, en derecho. "El temor más grande de un rico es el pobre: que llegue el día que éste reaccione y lo despoje" suelen decir algunos con un dejo de nostalgia. Mientras escribo estas líneas muchas cosas pasan por mi cabeza sin que atine a encasillarlas en palabras para poder escribirlas. Y esto es así, porque cada una se me presenta con un signo de interrogación. El concepto de justicia social -tan pregonado en la administración de Pastrana- me es incomprensible, acaso porque en cada campaña electoral sale a relucir y además comporta una serie de contradicciones insalvables en la práctica. No sé a qué se refieren cuando lo mentan, menos aún sé qué significa o qué quieren que signifique. No sé qué pretenden cuando reclaman equitatividad entre ricos y pobres (recuérdese que en la discusión del salario mínimo, Uribe recomendó a los empresarios, industriales y banqueros repartir algo de las utilidades que el mejor de los últimos treinta años, en términos financieros, les dejó a sus billeteras. Sugerencia a la que respondieron con un paupérrimo seis por ciento...) Y porducto de esta discusión no falta el idiota enardecido por demagogos de villorrio que se levanta en medio de la reunión y grita la falacia más grande: ¡abajo la oligarquía!.
¿Hasta qué punto podrá ser sostenible la escisión irreparable entre unos y otros? Y cuando se fracture, ¿qué sucederá? ¿Una revolución, como lo quieren unos? Concuerdo con Heiddeger: el mundo está cansado de los ismos y las revoluciones. Son preguntas delicadas, inquietantes, que hallarán respuesta pasado el tiempo. Pero, ¿cuánto tiempo?...

jueves, 10 de abril de 2008

DESDE ABAJO (II)

A LA MEMORIA DE JORGE ELIECER GAITAN.


Todo lo del pobre es robado, pero también robable. En él tienen lugar todas la vejaciones: las imaginables, pero también las inimaginables. Las interminables filas para pagar un servicio público, ser atendido en un hospital o para recibir un subsidio; la espera impuesta que se le hace por alguien que maliignamente lo mira por encima del hombro; la elección que nunca lo favorecerá para ocupar un puesto mejor remunerado; la consabida injusticia de la que siempre es víctima, la forzosa sospecha que sobre él recae en un caso de hurto en la empresa, en una casa de familia o simplemente visitando a un vecino; el pago de más que efectúa al comprar a crédito y la rutinaria deuda destinada a pagarse a medias son apenas ejemplos incompletos de un pecado purgado en los términos de este mundo, en el cual es su prójimo su principal aflictor. Un cadena invisible lo unce a un empleo, en el mejor de los casos. Se estima que cuatro millones de colombianos se emplean por el salario mínimo y con esa bicoca deben subsistir con su mujer y su recua de críos. ¿Qué comen, cómo viven? es la pregunta que me asalta cada quince días, cuando los contados billetes desaparecen entre mis obligaciones económicas. Fundar una familia en la pobreza, contrario a lo que piensa la medianía de las gentes, es una irresponsabilidad, lo mismo que inhumano: los hijos tendrán menos oportunidades que los padres y, ya nacidos, están condenados al rebusque, a esa especie de vida dirigida a saciar los apetitos elementales. "Hay más distaancia entre tal y tal hombre, que entre tal hombre y tal animal" escribiría Montaigne, siglos antes. En alguna ocasión un grupo de mujeres realizó una protesta inusual: se negaban a seguir pariendo porque no querían entregar sus hijos a la guerra y a la pobreza. Aplaudí su causa y alabé su sabiduría. Pero, como es de esperarse, la noticia pasó desapercibida. Por eso, cuando pienso en fundar una familia, lo pienso dos veces: ¿Cuántos de mis paisanos, de haber tenido la oportunidad, hubieran declinado la invitación de sus mujeres a embarazarlas? ¿Cuántos, reconozcalo o no, íntimamente se sienten defraudados de su elección y tienen que sobrellevar la carga de sus hogares mal avenidos con la longanimidad que enseña el catecismo? ¿Cuántos no tuvieron sus hijos por accidente? Son preguntas que inquietan, que indignan incluso, pero hay que hacerlas.
"Tuve la fortuna de haber nacido pobre" dijo hilarante alguna vez Belisario Betancourt. Nada más falso. Si ese fuera el caso, hubiera preferido yo el infortunio de haber nacido rico; gustoso me habría sacrificado en su lugar sin exclamar una queja. Es la peor de las ofensas que a un pobre se le puede hacer: que alguien con mejor suerte, para aliviar su conciencia, trate de persudirle que la pobreza es buena y deseable, que es el pasaporte adecuado al reino de Dios, donde tendrá consuelo por las penalidades terrestres. A las cosas hay que llamarlas por su nombre y no enredarse con eufemismos ridículos: la pobreza es una vieja achacosa, harapienta y fea que no sólo se apodera del cuerpo de su víctima; tiende como el parásito sus garras al alma, al espíritu, y ciega a toda aspiración tendiente a superarnos a nosotros mismos; enferma el pensamiento y retrocede al hombre a sus instintos básicos. Lo inferioriza: la escasez no permite sentimientos elevados ni las actitudes propias de un hombre libre. Siempre se mira el faltante, convirtiéndose éste en el horizonte perpetuo de su existencia, porque se dice -y tienen razón- que la pobreza no es sólo material. Fernando Vallejo odia la pobreza, como deberían hacerlo todos los hombres razonables. No sé a ciencia cierta qué indignó a los asistente a su conferencia -la última que dió en Colombia- en la Universidad de Antioquia cuando les imploró que no se siguieran reproduciendo, que no siguieran trayendo hijos al mundo que no lo han pedido: por eso es mejor ser en todo un individuo y guardarse lo que se piensa, comentarlo a unos pocos, dado el caso, porque no siempre la gente comprende lo que se quiere decir.
¿Oligarquía? De tanto que han mentado esa palabra, ya comienza a parecerme sospechosa. Todavía hay que decir tres palabras sobre ella, sobre lo que empobrece, en fín. Será en el próximo artículo.
Un último cuestionamiento: y si el acto de generación fuera por reflexión...

viernes, 4 de abril de 2008

DESDE ABAJO (I)

"En este tiempo solicitó Don Quijote a un labrador amigo suyo, hombre de bien -si es que ese título se le puede dar al que es pobre-..."
(En Don Quijote I,7)

Cervantes ya sospechaba de la bondad del hombre pobre. Pobreza de la que, a pesar suyo, él mismo no estaba exento. Y tal sospecha nos alcanza hoy, cuatrocientos años después, sin que sus motivaciones hayan cambiado: es dificíl pensar algo noble, sobretodo en el mundo de hoy, acerca del que es pobre.
No sólo el arte: también la política y otras actividades humanas se dirigen a la pobreza con cierto desdén, con cierto menosprecio que nos obliga a detestar esa condición humana condenada a arrojar un eterno faltante en sus obligaciones económicas. Pero es el arte su más encarnizado detractor: nos lleva a pensar que la pobreza es un pecado contra el hombre. Atrás queda la heredad de la tierra por los pobres que predicaba Cristo, atrás la retórica pietista que la asemeja con la humildad; lo cierto es que la pobreza, en el panorama actual, es una maldición social de la que es preciso huir con todas las energías a perecer en ella. Si antes la pobreza podía adornarse con la nobleza de un alma caída en desgracia que conservaba la altivez de la mirada pese a su mala suerte, hoy es el monaguillo mostrenco de la farándula destinado a la carcajada y al saarcasmo. Nunca antes en la historia de la humanidad ser pobre fue tan deplorable y humillante: para comprobarlo, bástese con echar una ojeada a cuanta novela está en boga en la televisión nacional.
Para elevar el rating se necesita un arlequín: ese es el pobre. No necesita demasiada caricatura: es suficiente ponerlo al natural, representarlo frente a todo lo que el dinero le niega para que afloren en él todos los vicios y todos los defectos que un hombre puede abarcar. La baba que por el labio escurrido cae, los ojos desorbitados frente a un fajo de billete y la reticencia obligada frente a los más afortunados son sus signos definitorios. "Por dinero baila el perro" dicen los que lo tienen. Pero el pobre no sólo baila; además retrocede al estado primitivo de la animalidad simiesca. Si la televisión enseña algo, enseña que el pobre en sí mismo es un espectáculo. Sobretodo cuando la cámara lo contrapone al rico: el contraste consiste en la bufonada que es su cotidianidad y la ridiculez primitiva de sus palabras. El pobre y el rico: dos ciudades, dos mundos morales . Una división más exacta que la del día del juicio entre ovejas y cabras.
En la televisión nacional el pobre sale perdiendo. Telenovelas como "Los Reyes" o "Nuevo Rico, Nuevo Pobre" o la recién estrenada "Novia Para Dos" -sólo por citar lo que me trae la memoria- son el ejemplo perfecto de cómo una sociedad esencialmente dividida entre unos y otros percibe al pobre. Pobre: todo lo desdeñable, todo lo ridículo, todo lo bajo, todo lo risible. Y uno y otros comulgan con tal arquetipo: el pobre es una caricatura digna del mal arte. Una suerte de alma fea. El televidente, ¿quién es? Los muchos, los que hacen que el rating sea alto. Pero esos muchos deberían saber que al regalarle audiencia a esas telenovelas de paso aceptan la caricatura: se ven a ellos mismos como en un espejo. Y hasta se ríen. Por eso no debe sorprendernos que en la lidia diaria haya quienes se crean de abolengo, de mejor sangre, aunque no tengan un peso: se trata de recabar un poco de la dignidad perdida gracias al comercio televisivo.
Por eso el que es pobre está destinado a la diversión de otros mientras esas novelas -y, por extensión, la producciones que minusvaloren la condición paupérrima de millones y millones- tengan acogida y mudamente se acepten como fiel copia de la realidad. Lo que importa es vender: lo que se diga contrario a esto es demgogia y pura charlatanería. Y se vende en la medida en que haya teleaudiencia. En tanto que haya televidentes ávidos de saciar su aburrimiento, el hombre pobre será pasto de la industria televisiva. En este país el que nace pobre está condenado a morir pobre: se dice que hacer riqueza en las actuales circunstancias es tan difícil como transmutar el plomo en oro. El ascenso social que no se logra por el dinero, no se logra. Pero hay algo que el dinero no compra y, en cambio, la televisión no quita: dignidad. Quiero pensar que, incluso en la pobreza, se puede ser digno del mundo de los hombres...

jueves, 27 de marzo de 2008

LA ULTIMA CONFESION DE SAMPER

Como es sabido, la Samana Mayor no arroja un saldo a favor solamente en las arcas de la diócesis; también provoca con su aroma a sacristía la reflexión de unos y otros encaminada a mirar bajo la luz de la fe -si acaso de eso se puede hablar hoy día- el reproche en que se constituyen nuestros actos. Pero ninguno de nosotros fue más convincente en su oblación que el expresidente Ernesto Samper: con la sinceridad que acude al que es salvado del fango del mal nombre, confesó que se arrepentía de no tener nada de qué arrepentirse.
Y claro, yo le creo. Y no sólo yo, sino cuarenta y tantos millones de colombianos. Le creo porque, a pesar de haber sido uno de los presidentes de más deplorable recordación, a él le correspondía la absolución de los cargos de conciencia que el corazón y la razón mancomunadamente imponen pasado el tiempo. Ya el proceso ocho mil es materia de historia fofa, ya las dos o tres condenas que se impusieron nadie las recuerda, ya Medina murió y Fernando Botero por fín se calló, ya tiene de nuevo credibilidad y, como canta el himno nacional, "cesó la horrible noche": los vientos lozanos de nuestra actualidad política no claman venganza ni exigen satisfacción. Como se lo propuso una vez comenzado el escándalo de los narco-cassetes, escándalo que ensombreció su mandato, hizo volar al maldito caballo para salvar el pellejo aunque eso le costara perder amistades entrañables, la descertificación a Colombia por parte de Estados Unidos y la pérdida de su visa. Los que conservan la memoria reciente saber que durante la presidencia de Ernesto Samperpasamos las duras y las maduras a la expectativa de si se caía o no, de si los militares se decidían por un golpe de Estado o, como lo hicieron, apoyar a un gobierno deslegitimado por el polvo blanco. Los números no mienten: basta con ojear las estadísticas para constatar la angustiosa situación de la medianía en el cuatrenio de Samper.
Pero no se trata de juzgarlo, para lo cual ya es tarde, riículo inclusive. Se trata de reconocerle esa faceta poco vista que caracteriza a los Samper: su sentido del humor. Un hombre, sus defectos y desaciertos, encuentra su justificación final ante el tribunal de los otros por su temperamento; éste lo eleva a pesar de sus yerros o lo hunde a pesar de sus victorias. Apreciamos en alguien no la verdad o falsedad de sus postulados, sino la bizarría con que los sustenta. En el caso de Samper, tal fuerza consiste en su sonrisa a pesar de, en el ingenio para caricaturizar una situación cualquiera. Ese ingenio de alquimista lo sacó limpio del proceso ocho mil, lo libró de la cárcel y de las obligaciones históricas que todo dirigente debe encarar luego de finalizada su gestión. Hoy a Samper no se le acusa de nada ni se le reclama nada. Hoy a Samper, como a los demás expresidentes, se le escucha. Pero no es un expresidente más: su virtud -el excelente sentido del humor- nos lleva a librarlo de culpa a quienes aún tenemos algunas objeciones que hacerle. Poco importa si todo fue a sus espaldas, si sabía -como Fernando Botero insistió reiteradamente sin que un velo de desconfianza cubriera de nuestra parte su verdad a medias- de la filtración de dineros en su campaña, que los haya recibido de balde o que los retribuyera con dignidad nacional. Tuvo la astucia rara de controvertir a la opinión pública que no creía en su buena fe a la vez que timoneaba un país vapuleado por el nercoterrorismo. Y así, por cuatro años. Pero es su humor el que nos arrastra a perdonarlo: en los dirigentes, el ingenio es materia extraña.
Evidentemente, no tiene nada de qué arrepentirse. Y no se arrepiente de nada, porque de todo es inocente. Y es inocente, porque nunca pudo demostrarse lo contrario. "Dura lex, sed lex" reza un proverbio latino. No es culpable de nada porque simpre los culpables fueron otros: sus funcionarios o sus asesores, aún sus amigos. Siempre gobernó bien; al fin y al cabo, nunca se logra la unanimidad. Siempre se preocupó, como el hábil dirigente que fue, en conducir el país por el mejor de los caminos posibles. Lo que pasó es que el escándalo del ocho mil y la coyuntura en sí impidieron la concreción de sus propósitos filántropos. Un hombre así no tiene nada de qué arrepentirse. En cambio, sus detractores sí le debemos una disculpa porque fue -y es algo que no entendemos- víctima de sus buenas intenciones.
Y como lo anunció, aquí está y aquí se quedó. Se quedó para desempeñar el cargo de todo expresidente que no tiene nada que hacer con los últimos años de su vida patriótica: dar lora en el opinadero de las cámaras y las emisoras. A fín de cuentas, si hemos tenido expresidentes poetas o artistas o taumaturgos, ¿por qué no soportar a uno que sea humorista? Colombia, felizmente, es el país de los contrastes...

sábado, 22 de marzo de 2008

PARRANDA SANTA

"¡Oh Cristo! ¿Dónde principian las costas de tu imperio?
¡Oh Cristo! ¿Dónde están las fronteras de tu reino?
Esta feria no es tu reinado; los mercaderes se han tomado el templo,
¡Vibre tu látigo sublime! ¡Oh Mito!"
José María Vargas Vila
No importa adónde vaya; siempre encontrará un oferente para sus deleites particulares. No importa dónde se encuentre; una tienda estará abierta para usted. Porque es usted la razón principal de la celebración de la Semana Mayor. Usted, y no su fe. Usted, y no el dogma, es el verdadero motor del mercado de las indulgencias.
Poco importa la razón de este artículo, ya que sólo propala perogrulladas. Pero tenía que escribirlo. Lo tenía atragantado casi desde que era niño, desde que disfrutaba de las bacanales patrocinadas por la iglesia.
Nunca antes había sido tan evidente la inactualidad y el anacronismo de la iglesia de Roma. Para granjearse algún protagonismo, se ha dedicado a decretar pecados como en el pasado predicaba las cruzadas y condenaba a los herejes. Nuevos pecados: contra el medio ambiente y la riqueza excesiva. El primero lo entiendo: estamos en el siglo de la ecolatría donde los científicos no hacen más que constatar lo que Cristo profetizó; que el fín está cerca. Pero riqueza excesiva, ¿qué es eso? ¿cómo se determina que una riqueza es excesiva? Si los ricos no heredarán el reino de los cielos, entonces Benedicto XVI le ha cerrado las puertas a sus antecesores: la simonía en el papado fue un artículo de fe por muchos siglos. Incluso el Santo Padre se ha vedado tal prebenda: se sabe que el Vaticano tiene uno de los bancos más sólidos, financieramente hablando, de toda Europa.
Pero volvamos al tema que nos ocupa: Semana Santa. Samana Santa, semana de pasión. Mis paisanos la conocen bien, porque Colombia es pasión. Semana de recogimiento. Recogimiento que reconcome, que confronta. Recogimiento que perturba, que es preciso ignorar para vivir con la felicidad de la tierra. Entonces mis paisanos, con la habilidad del prestidigitador, confunden los términos: recogimiento es esparcimiento. Ese término sí transige con la conciencia de pecado sin provocarle mayores malestares. Y lo tolera porque, sobre todas las cosas, sus posesores se saben inocentes de cuanto ocurre porque son inexcusablemente víctimas de una historia. Hay que comprenderlos en sus términos: son bueyes disciplinados y puntuales cuya mayor virtud consiste en el riguroso miramiento del reloj; que trabajan la mayor parte del día y apenas tienen tiempo para pecar. Un dios que condene eso, es un dios inhumano que no entiende de la compasión prodigada entre los hombres. Pecar: para eso no hay tiempo, porque son trabajadores honestos. Y la paga de su abnegación son los cuatro dias festivos que el Vaticano le concede al calendario para que puedan descansar del ejercicio de su fe. ¿Por qué los van a condenar, si han cifrado su vida en el evangelio "los pobres heredarán la tierra"?
Nadie sabe con exactitud en qué momento la Semana Santa se convirtió en un atractivo turístico para la feligresía mediana y los lugares santos en un balneario católico. Y nadie desea inquirir demasiado en ello, pero lo que sí puede saberse es que esta semana las iglesias, gracias al súbito avivamiento de la fe por estos días, se abarrotarán de toda clase de gentes en busca de los monumentos. Si antes la pasión y muerte de Jesucristo se conmemoraba con gravedad y cierta solemnidad de eremita, hoy la actitud del católico promedio es distinta: sólo le basta observar el circo de las procesiones para sentirse perdonado. Pero no hay de qué avergonzarse; era de esperarse. Año tras año y por muchas generaciones tuvieron que flagelarse y cubrirse de cilicio por un dogma que apenas entendían y ahora, que esa tortura pietista es conmutada, corren desbocados a las playas y la arena procurándose los placeres que el cielo apenas puede prometer. Viven aquí como quisieran vivir allá, con una diferencia: saben que los placeres negados duelen más hondamente que todas las injurias y todos los tormentos. Temen el deleite de Sísifo que, una vez vuelto a la vida, degustó el sabor inalterable del agua y se enamoró de la dicha de un puñado de tierra. Pero es su conciencia de pecado la que los lleva a aborrecerse, a asquearse de aquellos placeres. Y es esa conciencia la que los arrastra al altar y los obliga a clamar por la expiación que el ministro concede. Y es esa conciencia, en definitiva, la que garantiza el señorío de la vacada mitrada sobre sus almas.
Nadie sabe cuándo la Semana Santa se convirtió en parranda santa, pero algo sí es seguro: todos convinimos la transición de los términos. Es deplorable el espectáculo ridículo de los turistas que peregrinan, cámara en mano, por los lugares santos; pero más deplorable aún es ver a los sacerdotes negociar con los mercaderes. No he escuchado la primera voz de la iglesia que agite el látigo en el atrio. En cambio, paradójicamente, he presenciado el tremendo aparataje propagandístico de los mismos sacerdotes estimulando a sus feligreses para que se entretengan con los símbolos sagrados...

jueves, 13 de marzo de 2008

MUJERES QUE RECLAMAN RESPETO

Nota aclaratoria: Si esta noche "Mujeres Luchando por el Respeto" resulta ser la iniciativa de una ONG o un grupo de mujeres en procura de un mejor trato por parte de nosotros, no lea, por favor, este artículo. Si, por el contrario, no es más que una campaña publicitaria que pretende lanzar al mercado otro producto, como los muchos que abarrotan los estantes de los supermercados o otra tediosa telenovela sin argumento ni trabajo artístico, léalo.

Entonces, era un producto más.
Simple y llanamente un producto.
Un vulgar producto, como un calcetín, un sacacorcho o un nuevo retrete.

Todo iba bien hasta el momento en que la secretaria de Alejandra Maldonado (la actriz, de la que no recuerdo el nombre, no ha podido dejar de interpretar su papel en la ya finalizada telenovela "Hasta que la plata nos separe") anunció la llegada de un producto que todas las mujeres amarían. Tal comercial -que pretendía, quizá con las mejores intenciones, parodiar el bien elaborado del champú para hombres; parodia que degeneró en un burdo remedo en el cual lo gracioso y lo artificioso se pierde dejando, en su lugar, la muestra fehaciente de la falta de seso de una actriz que quisiera ser comediante sin lograrlo- prometía una iniciativa sin parangón en la historia reciente del país por parte de un grupo de mujeres para lograr que nosotros, los hombres, las tratáramos con el respeto que sobradamente se merecen. Los comerciales posteriores avalaban mi expectativa: presentaban diversos tipos de hombre y comentaban cuál sería "el hombre perfecto", aquel conveniente para tener hijos y fundar una familia. Pero la expectativa reculó a la sospecha al apreciar con detenimiento los antecedentes de otras campañas anteriores: todo ese aquelarre en torno al hombre perfecto no debe ser más que otro champú, otro gel o incluso otra telenovela, que a su modo es un producto más.
No condeno ni celebro esa manera de hacer publicidad: se trata en todo momento de volcar la atención de un consumidor sobre un frasco o un paquete. En esos términos, es lícito. Lo vergonzoso es la tan denunciada por las feministas utilización de la mujer como mercancía y de sus principales aspiraciones como slogan de una marca. Y más vergonzoso aún, para rematar, el que sean las mismas mujeres las que se presten para la mercadería y no se quejen por ello. Cuando una hermosa silueta bañada por el sol de la playa se presenta al lado de una cerveza no faltan las indignadas mojigatas que protestan a mordiscos y arañazos; pero cuando la publicidad se hace enarbolando postulados feministas defendidos en las últimas décadas ninguna de ellas levanta siquiera una réplica. Son dos escenarios distintos, pero el principio es el mismo: la mujer sigue siendo mercancía. Esta vez, con su anuencia e incluso su simpatía.
¿Por cuál respeto luchan esas mujeres, si en su proclama emancipatoria de un mundo marcadamente masculino se advierten los mismos defectos que denuncian? Su denuncia cae de su peso en el momento que se igualan a los hombres en sus procedimientos: para hacerse escuchar usan la publicidad propagandística que vende al género femenino como mercancía. Hablan y actúan como hombresemulando su gesto negociante y su actitud mercantil. Estoy persuadido de esto: ni en este mundo ni en los otros, ni en el actual ni en el venidero, puede encontrarse un hombre que como yo ame a las mujeres. Son ellas mi religión y a ellas debo las más hilarantes líneas de mi torpe pluma. Nadie como yo puede entenderlas porque pugnan en mí los antagonismos milenarios del querer nunca satisfecho y del amar siempre buscado y siempre postergado. Por eso veo con un dejo de tristeza la transacción monetaria que se hace con su grito de independencia. Lejos de exigir el tan mentado respeto, lo que logran es recabarlo, pedirlo a rodillas. Lejos de presentarse commo merecedoras de tal respeto, lo hacen como el mendicante, que se contenta con unas cuantas monedas. Esa campaña publicitaria -estoy seguro, debe serlo- no representa a la mujer que provoca con su mirar altivo y su aire soberbio el respeto que no precisa ser reclamado, ese que se da, simplemente.
Con todo, es verdad eso que se dice: que el mundo está diseñado para las mujeres. Baste, para probarlo, el arte: todo se subordina a su femenil encanto. Aquí Arjona y los poetas son más elocuentes. En su indescifrable mirada, el contoneo de sus caderas y su reir embriagante está asegurada nuestra supervivencia como especie. No me imagino, al igual que Borges, un mundo sin libros; pero tampoco sin mujeres. Mujeres: "la mujer no existe, existe son las mujeres" escribe Schopenhauer. "La mujer desnuda es la mujer armada" convincentemente y con razones irrefutables escribe Vargas Vila. Incluso un poeta de nuestro tiempo, Juan Manuel Roca, expone su veredicto en Boca que busca la boca: "se convierte a quien se ama en confesionario de nuestros sueños más secretos". Por eso no debemos dolernos cuando alzan su mano, así sea contra nosotros. El Quijote, sobre esta cuestión, dictamina que no es afrenta los vituperios provenientes de una mujer. Diría que es una caricia, expresada en otros terminos. Y es nuestro deber como hombres entenderlas a pesar de todo, incluso cuando se prestan para esta clase de sainetes...

martes, 4 de marzo de 2008

PERIODISMO PONTIFICAL

Sin duda, la muerte de Raúl Reyes (aunque no es grato y poco saludable ufanarse de la muerte, así sea de un personaje de tan infame legado) ha sido la mejor noticia de los últimos días. Se siente que por fín el Estado colombiano es contundente con ese cáncer que por más de medio siglo ha carcomido el tejido social de la patria y uno alcanza a vislumbrar una especie de victoria, así el vecindario esté efervescente. La mayor parte de la historia colombiana se ha escrito con las armas en la mano, una vez con la espada, otra con carabinas y rifles de las guerras civiles del siglo XIX, la más reciente con M 16, Galil y AK 47 y esa actitud bélica con que Colombia nació commo república nos pasa hoy factura de cobro. Y los costos son, según lo vemos en los últimos cincuenta años, demencialmente altísimos.
Pero ni el pasado convulso de nuestros orígenes ni el baño de sangre de nuestra actualidad autoriza al periodismo a pontificar sobre las noticias que nos transmite: Juan Raberto Vargas, desde su empleo en Caracol Noticias, le agregó al hecho de la baja del guerrillero cuanto epíteto descalificador que encontró a la mano en su escritorio saliéndose así de su ámbito periodístico para pasar al no menos azaroso territorio de los juicios. Adjetivos como siniestro y cruel -sólo por mencionar los que una mente poco instruida en el arte del memorizar alberga- afloraron de sus labios tan natural y espontáneo como el registro de una nota farandulesca o un hecho fortuito. Desde las pantalles y aprovechando la alta audiencia que seguramente a esa hora de la mañana el canal gozaba, se erigió como predicador televisivo creyendo ingenuamente que representaba con sus sentencias a millones de colombianos y arrogándose altivamente el título de fiscal. No es que yo simpatice con la guerrilla (como algunos malintencionados puedan erradamente interpretar este artículo) ni que Juan Roberto Vargas esté equivocado: cada una de sus palabras evidentemente son ciertas, si atendemos el prontuario terrorista del difunto. La cuestión está en el escenario en que fueron dichas, para nada conveniente al tratamiento formal e imparcial (sobretodo eso: imparcial) que debe tener la noticia. Es temerario, incluso peligroso, tratocar de esa forma los oficios y las acciones: nada puede permitir a un periodista la alta responsabilidad de las acusaciones sin salirse de los estrictos límites del oficio informativo.
¿Hasta dónde llega el periodista sin dejar de ser periodista? ¿Hasta dónde le es lícito opinar en la noticia que está presentando, si es lícita tal opinión cualquiera que sea su contenido o su veracidad en los estatutos de la facultad? ¿Dónde quedó el principio de imparcialidad que debe primar en el periodismo y por qué no lo defienden tanto como la libertad de prensa? ¿Cuándo, en qué momento, se le permitió a los periodistas esa sobreagregación de tintes seudomorales y seudocívicos que en ocasiones velan sus noticias? Y otra pregunta aún más inquietante: ¿son los periodistas los que forman ese fenómeno social al que se ha dado por nombre opinión pública? Es curioso: cuando Marta Lucía Fernández presenta noticias relacionadas con la familia o con los niños, cuando nos informa sobre maltrato infantil o violaciones o cualquier otra vejación a la que es sometido un menor, no habla ya como periodista, sino como madre. Y ese tono, a pesar suyo, se le sale por los poros, le es irreprimible a tal grado de convencernos de lo vil e inhumano y al unísono condenamos y somos verdugos. Y no solamente a ella le ocurre la confusión de roles. Es una tendencia que entre presentadores tentadoramente se pone de moda. Es difícil, en Caracil Noticias concretamente, trazar la línea divisoria entre comunicar y comentar. Es preocupante, en ese orden de ideas, la noticia viciada: la que se presenta al público con un tratamiento previo, la que no conduce ya a informar, sino a formar, a encasillar al informado, a arrearlo a uno u otro bando; la que desde su origen tiene una intención o postula una determinada posición, sea esta de índole religiosa, moral o ideológica. Es preocupante que se tomen los espacios noticiosos como púlpito y se dediquen sutilmente a condenar o apoyar; que se dediquen, en suma, a pontificar.
Hoy, por suerte, hablan con la anuencia de todos acerca de una realidad difícilmente falseable: en este teatro, los grupos armados ilegales son antagonistas y nuestro gobierno es el adalid, el héroe trágico. Por suerte Uribe goza de pleno respaldo par parte de los empresarios, los industriales y los banqueros. Es una buena hora, por suerte, para el país. Pero mañana... Mañana puede no ser así. Mañana podemos tener el cristo de espaldas y no caerle bien a los gremios económicos, a los dueños de los medios de comunicación, al poder detrás del poder, es decir, al verdadero poder. Y eso es lo preocupante: que un puñado de periodistas detenten el título de educadores de la opinión pública, que ese Estado pontificio de los medios informativos no comulgue con gobiernos futuros y se dediquen, como lo hace el Polo Democrático, a legitimar su papel por la oposición. "Las gentes, las muchedumbres, en una palabra, el pueblo, es un colosal gigante de mil cabezas, pero sin cerebro" ha dicho no sé quién, pero ha dicho bien. Lo preocupanmte -y es el motivo de aterradoras pesadillas- es quién aleccione ese cerebro vacío...

miércoles, 27 de febrero de 2008

ALMARIO Y EL PROBLEMA DE LA VERDAD

El congresista Luis Fernando Almario, mientras era conducido al búnker de la fiscalía para rendir indagatoria por una veintena de funcionarios acorbatados y ante la borrasca de preguntas capciosas de los periodistas que cubrían la noticia, pronunció el versículo que suscitaron las líneas de este artículo: "la verdad os hará libres". Poco interesa que haya salido impoluto del proceso ocho mil, como por un desconcertante artilugio sofístico lo hizo Samper y los demás miembros de esa nefenda campaña electoral: aún hoy día nos preguntamos cómo en la casa de uno le pueden meter un elefante por la puerta principal sin darse cuenta. Lo curioso de este caso es la invocación bíblica que el congresista hace, acosado por los venablos maliciosos de los periodistas, a la cuestión de la verdad, cuestión tan ambigua y dispersa como el proceso que debe encarar. Es válida la lectura que se hace de esa especie de apelación: Almario espera ser absuelto por la verdad tan adorada por los santos, tan buscada por los filósofos y tan lejana del resto de los mortales.
Y es que por eso tuvieron que inventar la justicia y todo el aparataje burocrático de jueces y magistrados que la sustenta: para esclarecer la verdad, para acercarse a ella, acercarse lo más posible a algo que apenas atinan a señalar, lo cual no garantiza que en todos los casos -o. por lo menos en la mayoría- lo logren. Puede que no haya tirado el gatillo, aunque de alguna forma fue el determinador de ello: en ese de alguna forma está la ambiguedad de la verdad que espera que lo exonere y el laborioso alegato de la fiscalía que lo acusa. Ambos platillos de la balanza están en equilibrio inestable: depende de unos y otros poner las pesas a su favor y a esa diferencia es lo que los códigos y los estatutos llaman verdad. Como se ve, la verdad no todas las veces va de la mano de la justicia, y viceversa. Lo lamentable es la adulteración de la balanza, que la verdad -hablando en términos de abogacía- sea susceptible de ser manipulada. Y tal manipulación es dable gracias a que nadie puede detentarla sin caer en dogmatismos y en todo momento necesita el auxilio de peritos en Derecho para ser presentada. Si la cuestión fuera de la verdad sola, como debería ser; si se redujera todo alegato a su sentencia, entonces el andamiaje judicial se derrumbaría y Calígula, en la prodigiosa obra de teatro de Albert Camus, tendría razón: "todos somos culpables". Pero no es así. Nos vemos sujetos a guardar pedazos de verdad, esquirlas de un espejo roto hace muchos siglos, cuando el hombre comenzó a dudar. Y, para verla, necesitamos a los abogados, las cortes y los magistrados, ya hartamente atiborrados de expedientes que reclaman una parte del Estado de Derecho. Necesitamos, en suma , el aparato.
Por eso el representante Almario debe dormir en paz consigo mismo, así sea abrigado por los muros gises de los calabozos. En el momento en que dejó su caso en las manos de la justicia ordinaria (porque renunció a su investidura para ser juzgado como un ciudadano cualquiera) simultáneamente se abandonó al abstruso mecanismo de prebendas, concesiones e incentivos de la jurisprudencia colombiana, a la cual lo único que le importa es descongestionar las cárceles. Al implorar a la verdad para lograr su liberación, aunque no su inocencia, es pensable que, si las cosas se le salen de las manos, podrá negociar su condena y reducirla de años a unos cuantos meses. Eso, si sale culpable. Pero si es inocente (¿en qué momento se infiltró ese concepto? ¿En qué momento lo escribí?...) el asesinato de los Turbay Cote, ocurrido en el Caquetá en diciembre de dos mil uno, será uno de los tantos que caigan en la impunidad esperando a que alguna treta de abogacía logre incriminar a alguien lo bastante ingenuo que crea que la justicia imparte justicia...

viernes, 22 de febrero de 2008

SALTEADORES DE ESTRELLAS A LA VISTA

A Karina Soto, Farina y Julio
Salteadores de estrellas con suerte.

Si algo nos trajo la moda del reality fue esa procaz ambición de figurar, ambición que incesantemente roe las entrañas de las gentes sin nombre y las empuja a las mayores ridiculeces posibles. Si algo nos enseñó tal moda fue, al decir del corrido: "Sin talento no busques grandeza, porque nunca la vas a tener".
El Canal Caracol por estos días está reviviendo esa moda importada. Esat vez, se trata de una coreografía cuya música artificial anuncia uno de usu productos de mayor rating seguido por millones de jóvenes en todo el continente, que varían en sus gustos casi tan rápido como las modas con que se adornan. Incapaces de erigir por sus ptopias manos un derrotero o, por la menos, seguir una idea hasta sus ultimidades, hallan en la predilección de los muchos el analgésico adecuado a su ineptitud espiritual. Pero eso es lo de menos: la oportunidad de ser fisgoneado por una cámara está a su alcance y ella, la que levanta y derriba ídolos, sólo precisa de sus adoradores la patética algarabía que acompaña sus fútiles sueños. Veremos, como años atrás lo vimos cuando la novedad del reality estaba en su cenit, interminables filas de gentes rodeando manzanas que buscar trepar con arañazos a la falacia del mundo del entretenimiento poniendo todo su empeño y toda su fe ( si a su actitud supersticiosa se le puede llamar fe) en los diez o quince minutos que la cámara les concede para demostrarle al país y de paso a ellos mismos que merecen el aliento irreprochable de la providencia y que su vida no está del todo desperdiciada.
Participar del mundo de los hombres, Vivir, en el sentido más amplio del verbo. Degustar con paladar saludable el arrobo divino de la autosatisfacción. Disfrutar con sano deleite el requiebro de la mañana y regocijarse en él, abandonerse al olvido de sí mismo sin que nuestras entrañas nos reclamen ese eventual acceso de locura... todas son sensaciones reservadas para quien se sabe predestinado a la gloria. Lo trágico, lo verdaderamente dramático ocurre cuando ese delirio del arte es usurpado por las gentes del mercado y tales tenderos abusivamente lo convierten en patrimonio de la humanidad. Entonces tal beatitud se vuelve frívola y su goce, antes catártico, se torna obsesivo a tal grado de hacer lo que sea por obtenerlo:es el momento de los salteadores de estrellas. Que haya una explosión inusitada de "talento" para modelar, cantar o actuar se debe a esa aspiración primitiva de posarse sobre los demás y demandar su simpatía y sus aplausos. Esos eventuales avivamiento de sueños son tan rentables y sus utilidades tan jugosas que se pueden amasar súbitas fortunas moviendo las fichas claves en el ajedrez del mercado televisivo: la gente quiere ver que uno -al menos uno- logra lo que a la masa le es imposible: hacer realidad el sueño de la cenicienta. Pero los cuento, cuentos son, y el tiempo, que es un sepulturero ecuánime, nos enseña que la cenicienta está condenada ab aeterno a desaparecer del salón a las doce y continuar con su irremisible servidumbre.
En estos tiempos todos tienen talento. Es una enfermedad, como la peste. Y, como la peste, puede ser contagiosa. No demoren los días en que uno vea multitudes de parapocos acampando en las aceras por dos días a la espera de una audición redentora de su miserableza, en que vea de aquí para allá improvisados danzarines y cantantes a capela aullando lo mejor que pueden para convencer al jurado, al omnisciente y todopoderoso jurado. La gente (sobretodo los adoradores, los que pasan horas enteras frente al embrujo de la pantalla codiciando lo que ni el mejor de sus sueños les daría) tiene más hambre de fama que de pan. Nunca fue tan evidente, en ninguna época, la repulsa que los muchos sienten al anonimato, al morir sin que se sepa que existieron. Pero eso no es lo reprochable. Lo es, por el contrario, la forma como quieren alcanzarlo: por el ridículo.
Se acercan nuevos tiempos de salteadores de estrellas. Por cada mil hay (debe haberlo: es exigenciala excepción para validar la regla) por lo menos uno que lo logra. Y cuando lo logran ponen de manifiesto toda la pobreza y el trago amargo en que se desenvolvió su vida hasta el momento que se les apareció la virgen: procuran cargarse de cadenas de oro, joyas y ropa de diseñador. Lejos de inspirar mi respeto o mi admiración, me provocan arcadas insoportables. Aquel que no era nadie y ahora, gracias a un día de suerte, es algo; aquel que de la nada salió y gracias a su talento (repito: no hay nada tan plástico y artificioso como lo que llaman talento de artista de reality) logró vencer las adversidades y conquistar su sueño; aquel que alcanzó una estrella... es demasiado. A veces los productos de televisión nos exigen demasiada paciencia, autoengaño, consentido fingimiento cercano a la hipocresía actoral. Por eso he dejado de ver televisión.
Dichoso yo y los de mi generación por haber nacido en la época en que nació Isabel Mebarak y la vimos surgir, la vimos ascender a esas alturas inaccesobles desde donde nos regala la exquisitez de su prodigio artístico...

miércoles, 13 de febrero de 2008

EL INFIERNO, SEGUN BENEDICTO XVI

"Bebí un famoso trago de veneno, ¡tres veces bendito el consejo que tuve¡ Mis entrañae me queman. La violencia de la ponzoña retuerce mis miembros, me deforma, me derriba. Me muero de ser, me ahogo, no puedo gritar. ¡Es el infireno, el castigo eterno! ¡Miren cómo se eleva el fuego! Ardo como es debido. ¡Ve, demonio!
La visión poética de Arthur Rimbaud del infierno en su NUIT DE L'ENFER (Noche de infierno) ha sido ampliamente corroborada por el Santo Padre en los últimos días. Según sentencia el inquisidor: "El infirno sí existe y está lleno". El inquisidor ( porque el Santo Oficio de la Inquisición, para seguir operando, cambió su denominación empresarial al más moderado y menos escandaloso nombre de Congregación para la Doctrina de le Fe, orden en la que Joseph Ratzinger desde 1981 ejerció como prefecto) revive así una discusión tanantigua como la humanidad misma, sólo que en esta ocasión reivindica el tema como dogma de la iglesia, a la vez que abre las convocatorias al lugar tan temido por la mayoría de la gente, creyentes o no.
Vale la pena preguntarse: ¿Cuáles son los destinados al fuego que no se extingue? ¿Quienes se están consumiendo en él? Siguiendo la línea de pensamiento del pontífice (línea influida por la Congregación) el infierno recluiría nombres tan insignes como Giordano Bruno (cuyo suplicio vaticinaba su porvenir eterno), Voltaire (que en el siglo de las luces fue anatematizado por su enconado anticlericalismo y, en represalia, no se le permitió reposar en campo santo) y Lutero (cuya actitud reformadora le valió la excomunión y posterior expulsión del catolicismo) sólo por mencionar algunos. Pero también otros, aunque no tan insignes, como es el caso de los miles de judíos y protestantes atormentados en las sofisticadas máquinas de tortura que se desarrollaran en el oscurantismo bajo el auspicio de la iglesia. Personas cuyo pecado mortal consistía en no compartir el credo católico o invocar a Dios con otro nombre sin la arbitraria anuencia de los prelados. Pero nuestro panorama no es más optimista: si aceptamos esa Escritura que dice que no hay un justo, ni aún uno, entonces todos los desterrados hijos de Eva estamos en la lista de espera con un número en la mano porque el infierno, al ser un dogma católico, no acepta una posible remisión que concuerde con sus estatutos. Lo único que queda esperar es que los curas salgan a las plazas públicas, alcancía en mano, y exhorten a su feligresía fanaticada por el terror al infierno a mitigar el dolor abrasador con el tintineo de las monedas, como ya ocurrió hace siglos, con similares admoniciones, en el comercio de las indulgencias.
Hay que entender al Papa: en un siglo donde la vocación religiosa está en crisis, el único medio a la mano para asegurarse la seguridad de sus tributarios y mantener el redil en orden y sumiso al cayado del pastor es el terror al infierno. Aquí, el fin sí justifica los medios, porque es santo: se trata de arrancar de las llamas eternas la infatigable cadena de condenados que, una vez nacidos, ya son culpables, como lo enseña el catecismo. El Papa, en su actitud apostólica, ha tomado lo más efectivo que la iglesia tiene para gobernar las almas, ya que no los cuerpos, cuyo señorío se perdió en la unificación italiana reduciendo los dominios papales a la Ciudad del Vaticano que, sin tintes folklóricos, es genuinamente en su arquitectura y lo exquisito de su decorado, la sucursal del cielo. Y tal actitud es efectiva, si atandemos el evangelio: estamos (y en ello los predicadores cristianos con vehemencia desgastan su retórica) en el final de los tiempos, ad portas de Armagedón. Todas las generaciones creyeron ser la última, por eso todas elaboraron, bien o mal, su particular visión del día del juicio. Sobretodo en ésta, las señales jamás fueron tan evidentes y los signos tan contundentes. Cristo vaticinó la extensión de la buena nueva a todas las naciones y Joseph Ratzinger, fiel a esa sagrada comisión, incendia la conciencia pecaminosa de sus ovejas con la proclamación sin parangón de la reapertura del infierno, donde "el gusano no muere y el fuego no se apaga".
Sea por la coerción del terror, por la convicción del pecado, o por la redención del sacrificio en la cruz, el cielo necesita ser habitado. Eso se deduce del mensaje papal. ¿Cómo lo hará? ¿De qué forma atiborrará el reino de Dios con millones de almas salvadas en un avivamiento provocado por la cobardía? Los medios producen escalofríos. Imagino un potro, una silla erizada de clavos, una cama medieval que disloca los miembros en un dolorido estiramiento. Parece que nada, ni en este mundo ni en los otros, impedirá que el inquisidor alcance la declaración salvífica de los católicos, como en otro tiempo Torquemada obtuvo por el suplicio confesiones de herejía o conversiones milagreras de judíos abrazando la cruz. "Que el cielo exista, aunque mi lugar sea el infierno" escribe Borges. Incluso los agnósticos corremos el riesgo de ser procesados por el tribunal, de la misma forma como joseph k. lo fue. Sólo nos resta abrigar la dignidad telúrica de arder como es debido...