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martes, 11 de diciembre de 2007

BUSCANDO A INGRID

El gesto de Ingrid Betancourt no es referible en palabras: basta con observar su prueba de supervivencia para que todo aquel que se sienta libre de pecado y sin parte de culpa por los setenta u ochenta años de violancia en Colombia deje el confort de su indiferencia y de alguna manera se vea en Ingrid comno en un espejo. No es temerario decir que en su imagen desoladora estamos todos contenidos -la sociedad en general- con una diferencia elemental: ella y los secuestrados de manera infame han tenido que cargar con la culpa nacional del terrorismo mientras nosotros inútilmente nos enfrascamos en debates partidistas sobre la conveniencia de una zona de despeje o el enfangado Acuerdo Humanitario. Lejos esté de mí juzgar a nuestros representantes democráticamente elegidos, lejos de mí condenar sus errores o alabar sus aciertos, pero la verdad está sobre el tapete: los secuestrados sufren en carne viva las consecuencias de la dilación.
Más allá de lo que se ha dicho, más allá del tan mentado Intercambio Humanitario -que ya no representa ningún aliciente para quienes literalmente se están pudriendo en las entrañas de la selva húmeda- lo primero es buscar a Ingrid en sus textos , en lo que su carta dramática dice expresamente y lo que omite sin ir más allá. Su carta acaso no sea más que la expresión del pueblo colombiano que por décadas también ha tenido que vivir entre cadenas arrastrando una incontable sucesión de eslabones que en ella son desdeñable hierro y en nosotros una compleja tramazón de reveses y desavenencias históricas. Por eso es apenas concebible el tono angustiante que destila entre líneas: cinco años de cautiverio mellan la voluntad más robusta como la gota que horada la piedra. Cuando le escribe a su mamá "... aquí estoy escribiéndote mi alma tendida sobre este papel" la metáfora deja de ser literaria y podemos constatar la terrible veracidad de sus palabras al seguir la lectura. Escribe con el alma porque de otro modo es difícol poner en claro lo que se quiere dejar en claro. Y se deja en claro, sin luigar a dudas, que no ha sido fácil su injustificado calvario y que no sólo de pan vive el hombre. En medio de la espesura, del follaje selvático, implora por un diccionario enciclopédico para "mantener viva la curiosidad intelectual" pero acaso no sea más que una ingeniosa treta para pretender que el tiempo no transcurra tan miserablemente. Lo reconoce líneas más adelante: "Como te decía, la vida aquí no es vida, es un desperdicio lúgubre de tiempo. Vivo o sobrevivo..."
No sólo a mí, sino también a muchos que vimos el video, nos costó reconocerla. Nos acostumbramos a verla en plena lid con la rabia en el corazón tratando de cambiar un país. En el congreso, en los distintos escenarios donde le dieran un micrófono, allí le afloraba su rabia y peroraba contra lo que creía estaba mal. En Colombia todo está mal: su tarea, por tanto era ardua. Lo fue entonces y lo es ahora. No imaginaba que sería víctima de tal maldad. Y, más aún, que experimentaría en su ser concreto extremadamente sensible lo irreparable de su país. Sin embargo, incluso el infierno tiene instantes de dicha, así sean fugaces. Su dicha consiste en los recuerdos, esa clase de vida prestada que como narcótico nos absuelve del sufrimiento. La carta está llena de recuerdos: de sus hijos (a los que aconseja estudiar por un mundo en el que "hasta para respirar se necesitan credenciales") de su madre y de su esposo. Pero tales recuerdos encierran un germen de tristeza, esa tristeza desabrida de lo que no será más. Recuerdos ue, como escribe Sartre, son como monedas de oro en la bolsa del diablo: cuando uno las mira sólo encuentra hojas secas. Ingrid degustó su desabridez en la lóbrega quietud de la selva y desconcertantemente escribe: "Aquí todo tiene dos caras, la alegría viene y luego el dolor. La felicidad es trsite. El amor alivia y abre nuevas heridas... es vivir y morir de nuevo." Vivir y morir de nuevo. Ese fatigoso ejercicio le exige fuerzas que la humedad y los estruendos guturales de la noche profunda le arrebatan: "aquí vivimos muertos" y, con las fuerzas, se van las esperanzas. El no al que la tienen sometida, además de las cadenas, termina por doblegar su ánimo aunque su dignidad apenas pueda sostenerse. Tiene que contentarse: con un radio viejo y dañado o una sopa cualquiera de arroz y fríjol. Se aferra a las alegrías que tenía para sobrevivir y no caer en la locura. La carta desborda lucidez, la lucidez puesta a prueba en el peor de los escenarios posibles. Y cuando le dan la pluma sin saberlo le ha dado a la Colombia que una vez se empeñó en cambiar la prueba más convincente de su propósito quijotesco: aún en cadenas, aún cuando todo se está perdiendo ( porque al escribir "he intentado mantener las esperanzas" simultáneamente afirma que las está perdiendo) hay que creer en un país que algún día tenga sed de grandeza. Es en este momento de la carta cuando alcanza, a mi juicio, su mayor elocuencia: "Yo aspiro a que algún día tengamos esa sed de grandeza que hace surgri a los pueblos de la nada hacia el sol".
Esta forma de buscar a Ingrid me ha llevado a pensar en ella. Y con su pensamiento la pregunta me asalta: ¿Cuándo, ¡ay de mí! la tendremos de vuelta? ¿A ella y los demás secuestrados?...