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sábado, 22 de diciembre de 2007

FARANDULA DE NOVENA

Al Canal Caracol, al monstruo televisivo, le sale más barato comprar a Jorge Barón para que presente la ya tradicional fiesta de fin de año (que, entre otras cosas, exitosamente el empresario fundó hace muchos años llamándola fiesta de los hogares colombianos) que competir en sintonëa con él; de igual manera, a Jorge Barón le sale más rentable aceptar la compra que obtener una victoria pírrica. En la televisión, así funcionan los negocios. El otro monstruo, el Canal RCN, no actúa diferente: para ganarse unos punticos de rating ha saturado sus transmisiones navideñas con los rostros más hermosos de su nómina en notas caritativas que llaman más a la vanidad que a la conmiseración. Así, vemos a Carolina Cuervo visitando los niños menos afortunados, a Gristina Hurtado repartiendo regalos a diestra y siniestra y a Laura Acuña abrazando gente sin ton ni son. Todo -y ellos lo saben- funciona de acuerdo a las doctrinas mercantiles, a la irreductible ley de oferta-demanda, a quién pueda vender y quién quiera comprar y su sabiduría consiste en mantenerse vigentes, jóvenes y frescos en el imaginario del populacho porque es esa masa innúmera de televidentes el primer garante de su estabilidad laboral y el pasto de su fama. Y no hay mejor vitrina para los actores, modelos y cantantes que la navidad. Resulta extraño que, como se estilaba en años anteriores, la novena de aguinaldos no sea transmitida desde plazas y oarques acomunando muchedumbres ni sea la prioridad de los productores, pero una cosa compensa la otra: en su lugar, en la sección de entretenimiento de los noticieros, estamos obligados a presenciar sus cinematográficas muestras de humanidad en fundaciones o barrios marginales. Eso genera admiración, y la admiración simpatía, y la simpatía del público es la mejor carta de recomendación que pueden presentar para ser contratados en la próxima superproducción del canal. Incluso RCN tiene entre sus empleados a un cura cuya actuación incomparable le ha granjeado tantos admiradores fanatizados por su carisma ante la cámara que se hace imposible solicitarle servicios parroquiales como la confesión auricular o una singular eucaristía. Tiene tanto que hacer -y su hacer necesariamente se acompaña de una cámara- que su agenda está copada por los compromisos contractuales con el canal. Esta vez, Cristo, los mercaderes se han tomado el templo y ni siquiera tu látigo sublime será suficiente para expulsarlos.
Es difícol precisar con certeza si uno de esos histriones se mantendría firme en el ejercicio de su filantropía si la lente no los enfocara; es casi imposible confiar en sus buenas intenciones porque irremediablemente se mueven con una segunda intención que poco es buena o es buena sólo atendiendo al estado de sus contratos actorales para el año que viene. Apenas se puede pensar si los acusa un desinterés auténtico porque la naturaleza de sus carreras es actuar. Como cualquier colombiano del común, tienen que hacer hasta lo imposible para asegurarse el sustento, así tengan que parecer buenas gentes para lograrlo. Sobretodo en un medio tan competido como la industria televisiva, donde a medida que pasa el tiempo lo de menos es el talento y lo que más importa es la belleza y las buenas curvas, su actitud no debe ser condenable. Lo condenable se presenta cuando pretenden vendernos como auténtica su faceta humanitaria cuando es bien sabido que todo forma parte del espectáculo, incluso ellos mismos. Es una hipótesis que apenas me atrevo a esbozar ignorando si acaso encuentre adeptos: quítenle a sus buenas obras las luces, la escenografía y las tan amadas cámaras y verán cuántos altruistas continuarán con sus oficios de buena voluntad. Nosotros -los que aceptamos sin prejuicio alguno cómo se transan los negocios de la vida- apenas sonreimos ante su temeraria pretensión: el anonimato es su demonio más aterrador y son incapaces de hacer algo sin que medio mundo lo sepa.
Sin embargo, el comercio continúa. La navidad seguirá siendo el negocio más rentable no sólo para quien vende o compra, sino para quien se vende a sí mismo como una imagen, como una marca, como una mercancía. La novena de aguinaldos, en tanto haya quién la rece, encontrará sin mayor esfuerzo histriones que se promocionen en ella al recitar la consideración del día o canturrear uno que otro villancico para el deleite del respetable público. Por eso no resulta para nada estrambótico que se deseen unos a otros con grandes muestras de afecto la felíz navidad y el próspero año ya que, sin duda, el año que entra para ellos ciertamente será próspero...

miércoles, 19 de diciembre de 2007

LA BOGOTA DE LA FANTASIA

Por la Autopista Sur, más o menos hasta el elegante y decoroso barrio Villa del Río, pasa La ruta de la fantasía. Y, efectivamente, llega hasta ahí: allende sus calles comienza esa otra Bogotá innombrable que no tiene ninguna ensoñación de fantasía y todo se vuelve bardamente real. Los noticieros la revelan en todo su iluminado esplendor, es el destino turístico que pretende venderse al mundo y pasear por ella sólo cuesta veinte mil pesos a bordo de un bus de dos pisos. Por esos billetes uno puede conocer todo lo grato de la capital en la época decembrina. Un lindo espectáculo, sin lugar a dudas. Es una perogrullada fijar sus estaciones: abre la aventura inolvidable el ya famoso parque de la noventa y tres donde el distrito, como todos los años, no escatimó en bombillos y metros de cable de cobre de instalación. Sigue, si no estoy errado, el parque El Virrey; luego el parque Nacional y todo el recorrido lo acompañan centenares de bombillas enceguecedoras que convierten la fría noche bogotana en un lugar propicio para distraer la familia. La séptima, la calle que en el mundo y en la literatura definen a Bogotá como la ciudad capital, por estos días se trransforma en un río humano y el sainete se hace perfecto cuando un hombre común, fascinado por el halógeno y la pirotecnia que incendia el cielo, concluye que Bogotá es una ciudad digna de vivirse.
¿Para quién es la ruta de la fantasía ? ¿Para quién se arregla Bogotá en la navidad? ¿Para el disfrute de quién son los alumbrados y el espectáculo de la pólvora? El empleado medio, aquel que asegura la navidad al poner al alcance del gran público la mercancía que se regalan unos a otros, tiene que resignarse a ver la ruta desde la óptica falseada de la televisión sin albergar mayores resentimientos. Por esta época su trabajo se duplica y acepta gustoso la sobrecarga laboral porque eso le asegura un ingreso extra que en meses anteriores no lograría. También tiene hijos, también tiene familia, pero su gesto cuando salmodia el "felíz navidad y próspero año nuevo" es totalmente distinto al del resto de sus paisanos: el suyo revela cierta renunciada resignación que debe simularse porque es mucho lo que está en juego. Aunque vive también en Bogotá, su ciudad es realmente distinta a la que anuncian los folletos turísticos. Su ciudad es la Bogotá profunda donde lo bonito se pone en entredicho y se prefiere ignorarla o apenas insinuarla en una conversación. Es en estos eventos donde uno constata el insalvable abismo que hace diferencia entre unos y otros; es en navidad donde se revela no sin cierta dosis de patetismo la existencia de una ciudad dentro de otra ciudad. La de la gran mayoría (la Bogotá profunda, la Bogotá de los linderos, la construida a las faldas de las inciertas lomas) no concede licencias poéticas ni evocaciones líricas a esa otra Bogotá (la bonita, la que fue escalafonada al lado de Londres como destino turístico, la del paseo, la presentable) que pretende con su silencio borrarla. De ahí -aunque no se diga expresamente- que la ruta de la fantasía sea exclusiva: llega hasta donde se corre el riesgo de conocerse su cara fea. No deja de ser curioso que la pólvora se haya prohibido cuando se hace atractivo ver la fastuosidad con que se quema en tanto se avanza en la ruta.
Me es inevitable en estas líneas la nostalgia de la diferencia. Es un contentillo repulsivo la pretensión distrital de incorporar a la ruta sectores como El Tintal o el mismo Villa del Río y pasear por ellos como en un safari. La gente de los buses -que ni en el más alucinado de sus sueños se atrevería a bajar de la setenta y dos- lo ve todo con ojos descubridores. Y al tanto que transitan por esa jungla abigarrada del sur sienten cierto alivio hipócrita al no pertenecer a ella y se regocijan con fruición por su buena estrella. Para ellos la ruta es, también, un ejercicio pedagógico: los que ven a través de los cristales es una clara advertencia sobre los consecuencias de la falta de empleo o la mala educación. Y pienso: "Qué distantes estamos unos cachacos de otros"...