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jueves, 10 de abril de 2008

DESDE ABAJO (II)

A LA MEMORIA DE JORGE ELIECER GAITAN.


Todo lo del pobre es robado, pero también robable. En él tienen lugar todas la vejaciones: las imaginables, pero también las inimaginables. Las interminables filas para pagar un servicio público, ser atendido en un hospital o para recibir un subsidio; la espera impuesta que se le hace por alguien que maliignamente lo mira por encima del hombro; la elección que nunca lo favorecerá para ocupar un puesto mejor remunerado; la consabida injusticia de la que siempre es víctima, la forzosa sospecha que sobre él recae en un caso de hurto en la empresa, en una casa de familia o simplemente visitando a un vecino; el pago de más que efectúa al comprar a crédito y la rutinaria deuda destinada a pagarse a medias son apenas ejemplos incompletos de un pecado purgado en los términos de este mundo, en el cual es su prójimo su principal aflictor. Un cadena invisible lo unce a un empleo, en el mejor de los casos. Se estima que cuatro millones de colombianos se emplean por el salario mínimo y con esa bicoca deben subsistir con su mujer y su recua de críos. ¿Qué comen, cómo viven? es la pregunta que me asalta cada quince días, cuando los contados billetes desaparecen entre mis obligaciones económicas. Fundar una familia en la pobreza, contrario a lo que piensa la medianía de las gentes, es una irresponsabilidad, lo mismo que inhumano: los hijos tendrán menos oportunidades que los padres y, ya nacidos, están condenados al rebusque, a esa especie de vida dirigida a saciar los apetitos elementales. "Hay más distaancia entre tal y tal hombre, que entre tal hombre y tal animal" escribiría Montaigne, siglos antes. En alguna ocasión un grupo de mujeres realizó una protesta inusual: se negaban a seguir pariendo porque no querían entregar sus hijos a la guerra y a la pobreza. Aplaudí su causa y alabé su sabiduría. Pero, como es de esperarse, la noticia pasó desapercibida. Por eso, cuando pienso en fundar una familia, lo pienso dos veces: ¿Cuántos de mis paisanos, de haber tenido la oportunidad, hubieran declinado la invitación de sus mujeres a embarazarlas? ¿Cuántos, reconozcalo o no, íntimamente se sienten defraudados de su elección y tienen que sobrellevar la carga de sus hogares mal avenidos con la longanimidad que enseña el catecismo? ¿Cuántos no tuvieron sus hijos por accidente? Son preguntas que inquietan, que indignan incluso, pero hay que hacerlas.
"Tuve la fortuna de haber nacido pobre" dijo hilarante alguna vez Belisario Betancourt. Nada más falso. Si ese fuera el caso, hubiera preferido yo el infortunio de haber nacido rico; gustoso me habría sacrificado en su lugar sin exclamar una queja. Es la peor de las ofensas que a un pobre se le puede hacer: que alguien con mejor suerte, para aliviar su conciencia, trate de persudirle que la pobreza es buena y deseable, que es el pasaporte adecuado al reino de Dios, donde tendrá consuelo por las penalidades terrestres. A las cosas hay que llamarlas por su nombre y no enredarse con eufemismos ridículos: la pobreza es una vieja achacosa, harapienta y fea que no sólo se apodera del cuerpo de su víctima; tiende como el parásito sus garras al alma, al espíritu, y ciega a toda aspiración tendiente a superarnos a nosotros mismos; enferma el pensamiento y retrocede al hombre a sus instintos básicos. Lo inferioriza: la escasez no permite sentimientos elevados ni las actitudes propias de un hombre libre. Siempre se mira el faltante, convirtiéndose éste en el horizonte perpetuo de su existencia, porque se dice -y tienen razón- que la pobreza no es sólo material. Fernando Vallejo odia la pobreza, como deberían hacerlo todos los hombres razonables. No sé a ciencia cierta qué indignó a los asistente a su conferencia -la última que dió en Colombia- en la Universidad de Antioquia cuando les imploró que no se siguieran reproduciendo, que no siguieran trayendo hijos al mundo que no lo han pedido: por eso es mejor ser en todo un individuo y guardarse lo que se piensa, comentarlo a unos pocos, dado el caso, porque no siempre la gente comprende lo que se quiere decir.
¿Oligarquía? De tanto que han mentado esa palabra, ya comienza a parecerme sospechosa. Todavía hay que decir tres palabras sobre ella, sobre lo que empobrece, en fín. Será en el próximo artículo.
Un último cuestionamiento: y si el acto de generación fuera por reflexión...