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viernes, 13 de junio de 2008

ESCRITOS PROHIBIDOS (VI)

"Desde luego que el amor verdadero es una rareza: ocurre dos o tres veces por siglo. El resto del tiempo lo único que hay es vanidad o hastío"
ALBERT CAMUS

¿Hay una ética sexual masculina? Sí, y se puede definir como sigue: a un hombre no le interesa si a ella le gusta salir a trotar por las mañanas o si prefiere la música disco al trance o al techno, o si su pasatiempo favorito es ir a cine o hacer compras, o si le asusta la oscuridad o si se ríe por una ocurrencia o si le entristece el mal y la injusticia. No, nada de eso: lo único que le importa es llevársela a la cama. Pero todo cambia cuando el amor toca a la puerta. Entonces sus intereses varían, sus palabras se tornan suspiros y un aroma de poesía impregna los actos más prosaicos. En esto se parece a todas las mujeres. El amor tiene ese raro encanto: convierte a la bestia sexual en una delicada antena de sentimentalismos. En eso no hay culpa: tarde o temprano a todos nos pasa. Como se dice, el amor es una condena inapelable. Ese inefable sentimiento transforma la totalidad del hombre y lo hace merecedor de la vida. Se ven las cosas con cierto optimismo metafísico: el mundo no es tan malo. Todos los días son florecidos y las noches sostienen una profunda calma en la que el corazón se distiende, se relaja. Cambiando descansa. Descansa en la melodía deliciosa que interpreta su alma engañada. Ni el indiferente ni el frívolo ni el malvado son inmunes a esa enfermedad inexorable. Son los grilletes que buscan las manos libres, el cepo anhelado por quien nunca conoció esclavitud. Por eso la vida se ve mejor y se hace más llevadera.
Sólo hasta ese momento, hasta ese instante milagroso, el hombre se vuelve útil para la monogamia. Una mujer puede excluir a las demás. Una amistad que culmina en el compromiso conyugal. Amistad que es, ante todo, compañía. Dos soledades que se encuentran para amenguar sus carencias. Comer juntos, compartir juntos, dormir juntos. Un punto donde ya no importa tanto lo físico como lo psíquico. Trascendemos la carne que antes deseábamos para llegar al alma gemela, la que más se asemeje a nosotros. Y eso es amor, o lo que se conoce por amor. Muy distinto al cantado por los poetas. Lo paradójico es su rareza, los escasos instantes en que se da. Una mujer organiza la vida de cualquier hombre, con tal que permanezca a su lado. "No me quieras, pero séme fiel" reza el evangelio de muchos hogares malbaratados. De nada sirve la rememoración del pasado, salvo para traer dolores presentes. De nada sirve el qué hubiera sido si cuando la vida ya está jugada. Cuando no hay nada que hacer, salvo vegetar. Una condena es auténticamente dramática cuando ya no se puede reversar el fallo. Igual ocurre con los compromisos: cuando hay hijos, un patrimonio común y una fanegada de años atrás lo único que queda es vivir por ellos así la vida individual sea una mierda. El amor no se acaba; envejece, que es distinto. Uno no sabe qué es peor.
La ética sexual masculina cambia con la compañera permanente. Si se la ama, claro está: como ocurre hoy día, mujeres y hombres casados no ponen trabas cuando de conseguir amantes se trata. Si este es el caso tal ética sigue igual, con una diferencia: la moza es ese polvo que saca al casado de la rutinaria cópula conyugal. La oxigena, por así decirlo. Una canita al aire: no hay eufemismo más preciso para referirse a ese caso. No, yo no hablo de eso: hablo de un amor auténtico, si cabe hablarse de él. Por eso los téminos matrimoniales son exactos: se trata de amar sólo a una y entregarse por completo a ella durante toda su vida, como lo hacen los cisnes. La mejor prueba de amor es refrescarlo diariamente con los pequeños detalles sin mirar lo que nos ofrece el mercado. Claro que hay desacuerdos, claro que hay discusiones, algunas realmente álgidas y difíciles, pero, como se dice, el amor todo lo vence. Tiempo después las relaciones sexuales con la esposa no consisten tanto en el extenuante gimnasio entre sábanas que se sostenía cuando era la líbido quen gobernaba las elecciones del soltero. Consisten, por el contrario, en hacer el amor, en descubrir como si fuera la primera vez ese cuerpo hartamente acaariciado y besado. La pregunta surge: ¿hay amor hoy por hoy? Sólo Dios lo sabe. Camino entre los hombres de mi siglo y no veo más que resignado renunciamiento a una vida que nunca se quiso. Vanidad y hastío. Hombres que engendran otros hombres que compartirán el mismo destino. Si no te unes con una mujer por amor, no te unas a ella, no le hagas ese mal. No te hagas ese mal. No temas a la soledad; teme al aburrimiento, a esa secreta ponzoña que malogra la nobleza más eximia. Si no hay amor, no lo busques, porque será en vano. Llega, simplemente. Entretanto vive, así tu vivir sea sin fe ni esperanza. Disfruta de ese vino que colma tu copa, de esa música estridente que inunda tus oídos, de esas mujeres inolvidables que pasan sin dolor ni rastro. Y cuando la soledad te acose con sus tentáculos, húndete en sus lóbregos sótanos con la proclama de Sansón en su gran victoria: "Muera yo y mueran conmigo los filisteos"...

martes, 10 de junio de 2008

ESCRITOS PROHIBIDOS (V)

En la juventud, el hombre no busca tanto a una mujer para la casa como para la cama. Es una cuestión de piel: lo que importa es subvenir a las necesidades de la carne. En la juventud, todos los placeres son auténticos como verdaderos son los dolores. Es donde se conoce al amor sin la máscara de lo conveniente, del deber ser; por eso el romántico es siempre juvenil. Las mujeres de la vida modelan, van de aquí para allá llevando en su piel ese sabor disfrutable sólo por paladares sibaritas. Quien no ha amado a una en esta etapa, no espere amarla en las posteriores: la experiencia no es más que una convención consoladora que hombres cargados de años han elaborado para reconfortarse de su miserableza. Por eso nuestro interés se dirige a las deportistas, a las mujeres saludables y frescas. Nuestra melancolía quiere descansar en la rotundidad de sus pechos, beber de sus fuentes cristalinas, diáfanas. La alegría inocente, aquella que no ha sufrido la corrupción de una moral envejecida: esa es la mujer que se busca. La mujer con la que fantaseamos en nuestras lúbricas noches sin sueño, en el abismo de nuestra soledad oscura. Cada mujer lleva en su sonrisa el refrescante saludo de una brisa veraniega, en sus ojos la luz iridiscente de una mañana colmada de sol. Y de esa brisa y de esa luz nosotros, los solitarios, estamos hambrientos.
Noches de Hungría, noches de bohemia: esa es nuestra gloria. Música que retumba, que invita a las caderas a hacerse a la pista. Y en la pista está ella: la mujer de la consolación. No exigimos de ella más que la sacramental mentira de callarlo todo y llenarnos con sus embustes. Lo demás es baladí. Hundirnos en el ocaso dulce de un cuarto de hotel sumergidos entre sábanas blancas abrazados a nuestro virginal ensueño: eso es todo lo que pedimos. Y olvidar, sin demandar nada más. Que la noche nos trague, que todo termine allí con ella, que las llamas del infierno nos alcance en nuestra gran victoria, la última. O que todo vuelva a comenzar. Que el reloj de arena, la clepsidra de los oradores antiguos, dé vuelta y todo retorne a su habitual aburrimiento. Da igual. Como el deseo, los apetitos son insaciables.
Para quien no busca preservarse a sí mismo, todas las noches son atroces e implacables las madrugadas. Es preciso sustraerse del juicio autoinflingido de la conducta, huir del fiscal de la conciencia. La defensa: todo se subordina a ella, la mujer de nuestro mórbido sentimiento. Mórbido porque cada beso nos obliga a buscarlas una y otra vez para saciar la sed; porque sus gestos, el sutil movimiento de sus ojos y el ligero contoneo de sus caderas al caminar nos lleva a extrañarlas, a pensarlas con encendida pasión. Se clavan en nuestro pensamiento y su rostro se hace inolvidable, como el Zahir. Más que a la mujer de carne y hueso, amamos al fantasma que el corazón elabora en torno a ella. Amamos la abstracción, la idea. Por eso una vez la tomamos, de súbito nos desencantamos. No hay más fidelidad que al amor inasible, el vedado por la circunstancia. ¿Qué hacer? Ir tras las mujeres de la vida y armar como un rompecabezas la que el sentimiento demanda. Vivir en el momento, amar en el momento. Negar al corazón cualquier vestigio de felicidad que alguna mujer suponga. Huir de aquella que provoque algo más que el delirio sensual: eso sería lo saludable. Y entregarse a muchas, similar a Orfeo cuando fue destrozado por las amazonas. Un suspiro que delate la ausencia de la mujer amada vale más que todas las cartas de amor; una mirada que insinúe tal pasión vale más que el expedito contrato matrimonial fraguado ante una caterva de mojigatos, pretenciosos e hipócritas de la moral. Por eso somos amantes: porque somos destinatarios del vacío.

Hasta ahí...