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sábado, 22 de marzo de 2008

PARRANDA SANTA

"¡Oh Cristo! ¿Dónde principian las costas de tu imperio?
¡Oh Cristo! ¿Dónde están las fronteras de tu reino?
Esta feria no es tu reinado; los mercaderes se han tomado el templo,
¡Vibre tu látigo sublime! ¡Oh Mito!"
José María Vargas Vila
No importa adónde vaya; siempre encontrará un oferente para sus deleites particulares. No importa dónde se encuentre; una tienda estará abierta para usted. Porque es usted la razón principal de la celebración de la Semana Mayor. Usted, y no su fe. Usted, y no el dogma, es el verdadero motor del mercado de las indulgencias.
Poco importa la razón de este artículo, ya que sólo propala perogrulladas. Pero tenía que escribirlo. Lo tenía atragantado casi desde que era niño, desde que disfrutaba de las bacanales patrocinadas por la iglesia.
Nunca antes había sido tan evidente la inactualidad y el anacronismo de la iglesia de Roma. Para granjearse algún protagonismo, se ha dedicado a decretar pecados como en el pasado predicaba las cruzadas y condenaba a los herejes. Nuevos pecados: contra el medio ambiente y la riqueza excesiva. El primero lo entiendo: estamos en el siglo de la ecolatría donde los científicos no hacen más que constatar lo que Cristo profetizó; que el fín está cerca. Pero riqueza excesiva, ¿qué es eso? ¿cómo se determina que una riqueza es excesiva? Si los ricos no heredarán el reino de los cielos, entonces Benedicto XVI le ha cerrado las puertas a sus antecesores: la simonía en el papado fue un artículo de fe por muchos siglos. Incluso el Santo Padre se ha vedado tal prebenda: se sabe que el Vaticano tiene uno de los bancos más sólidos, financieramente hablando, de toda Europa.
Pero volvamos al tema que nos ocupa: Semana Santa. Samana Santa, semana de pasión. Mis paisanos la conocen bien, porque Colombia es pasión. Semana de recogimiento. Recogimiento que reconcome, que confronta. Recogimiento que perturba, que es preciso ignorar para vivir con la felicidad de la tierra. Entonces mis paisanos, con la habilidad del prestidigitador, confunden los términos: recogimiento es esparcimiento. Ese término sí transige con la conciencia de pecado sin provocarle mayores malestares. Y lo tolera porque, sobre todas las cosas, sus posesores se saben inocentes de cuanto ocurre porque son inexcusablemente víctimas de una historia. Hay que comprenderlos en sus términos: son bueyes disciplinados y puntuales cuya mayor virtud consiste en el riguroso miramiento del reloj; que trabajan la mayor parte del día y apenas tienen tiempo para pecar. Un dios que condene eso, es un dios inhumano que no entiende de la compasión prodigada entre los hombres. Pecar: para eso no hay tiempo, porque son trabajadores honestos. Y la paga de su abnegación son los cuatro dias festivos que el Vaticano le concede al calendario para que puedan descansar del ejercicio de su fe. ¿Por qué los van a condenar, si han cifrado su vida en el evangelio "los pobres heredarán la tierra"?
Nadie sabe con exactitud en qué momento la Semana Santa se convirtió en un atractivo turístico para la feligresía mediana y los lugares santos en un balneario católico. Y nadie desea inquirir demasiado en ello, pero lo que sí puede saberse es que esta semana las iglesias, gracias al súbito avivamiento de la fe por estos días, se abarrotarán de toda clase de gentes en busca de los monumentos. Si antes la pasión y muerte de Jesucristo se conmemoraba con gravedad y cierta solemnidad de eremita, hoy la actitud del católico promedio es distinta: sólo le basta observar el circo de las procesiones para sentirse perdonado. Pero no hay de qué avergonzarse; era de esperarse. Año tras año y por muchas generaciones tuvieron que flagelarse y cubrirse de cilicio por un dogma que apenas entendían y ahora, que esa tortura pietista es conmutada, corren desbocados a las playas y la arena procurándose los placeres que el cielo apenas puede prometer. Viven aquí como quisieran vivir allá, con una diferencia: saben que los placeres negados duelen más hondamente que todas las injurias y todos los tormentos. Temen el deleite de Sísifo que, una vez vuelto a la vida, degustó el sabor inalterable del agua y se enamoró de la dicha de un puñado de tierra. Pero es su conciencia de pecado la que los lleva a aborrecerse, a asquearse de aquellos placeres. Y es esa conciencia la que los arrastra al altar y los obliga a clamar por la expiación que el ministro concede. Y es esa conciencia, en definitiva, la que garantiza el señorío de la vacada mitrada sobre sus almas.
Nadie sabe cuándo la Semana Santa se convirtió en parranda santa, pero algo sí es seguro: todos convinimos la transición de los términos. Es deplorable el espectáculo ridículo de los turistas que peregrinan, cámara en mano, por los lugares santos; pero más deplorable aún es ver a los sacerdotes negociar con los mercaderes. No he escuchado la primera voz de la iglesia que agite el látigo en el atrio. En cambio, paradójicamente, he presenciado el tremendo aparataje propagandístico de los mismos sacerdotes estimulando a sus feligreses para que se entretengan con los símbolos sagrados...

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