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jueves, 22 de noviembre de 2007

EL CASO MONCAYO

Y Moncayo volvió a marchar. Esta vez, su travesía épica tiene por destino las puertas del palacio Miraflores en Caracas en un viaje que con suficiencia dobla el que lo trajo a Bogotá hace algunos meses. Al profesor de provincia le pasó lo que muchos de mis paisanos hace tiempo vienen padeciendo: dejó de creer en la vocinglería de los grupos al margen de la ley y se decidió, mochila al hombro, buscar una solución más humana; esto es, que deendiera en absoluto de él, que estuviera a su alcance. Determinación que ni siquiera en el mismo Comisionado de paz -que devenga honorarios nada exiguos por su labor infructuosa- hemos visto. En un país como el nuestro no es raro ver la herencia de Macondo: sólo a un hombre desesperado, que lleva casi una década en la espera de la liberación de su hijo (liberación enfangada en el sainete de los pasados procesos de paz) se le habría ocurrido que caminando a la capital del país podría lograr alguna diferencia en su caso. La primera semana de su andadura pasó desapercibida, casi ignorada. Acompañado de su hija y en su renco transcurrir sintió cómo las callosidades paulatinamente se tragaban las plantas de sus pies y tuvo que amainar su marcha de hospital en hospital. Entonces -y sólo entonces- llamó la atención de algún periodista buscador de rarezas circenses y le dió voz a su angustia: su objetivo era la plaza de Bolívar y pedir audiencia al presidente sólo para rogar sobre el Acuerdo Humanitario. Las primeras etapas de su ruego delataban el ansia propia de quien se encuentra sin salida; luego, junto con los callos, se robusteció su clamor con la gallardía del que no tiene nada que perder.
Quienes oímos a tal hombre, lo entendimos sin excusas ni dilaciones: la determinación vigorosa de sus palabres y la nobleza raída de su propósito disipó de nosotros cualquier asomo de duda. Alcanzamos a imaginarnos a este prócer moderno de la libertad apostado frente a la Casa de Nariño soportando en su carne las inclemencias del clima bogotano y los engorrosos trámites burocráticos sin otro aliciente que ver, luego de nueve o diez años, el rostro de un ser querido que comienza a borrarse de la memoria. Y es esa obstinación heróica, esa testarudez aguijoneada por la ausencia de un hijo privado de la libertad -libertad que arbitrariamente le fue arrebatada un mal día- lo que provocó la súbita devoción que nos volcó a las calles cuando llegaba a la capital. Su marcha desde el sur nos enseñó lo que la historia hartamente replica y la política se niega reconocer: para hacerse escuchar en un país como el nuestro, para que la voz de uno sea tenida en cuenta y la opinión propia valorada en sus justas dimensiones hay que hacer no pocos sacrificios y ejecutar los actos más admirables, más loables, o que por lo menos, por su exuberancia, captyen la atención de los medios. Si Moncayo no toma la decisión quijotesca de marchar a la capital clamando por la liberación de su hijo, su clamor se habría perdido entre los miles de clamores de quienes sufren su mismo infortunio; si desiste de su empresa y posterga su singular periplo quizá hoy no hablaríamos del Intercambio Humanitario... y aún si Moncayo, una vez que corona su destino, no insiste -quizá torpemente, quizá bruscamente- en su propósito y se obstina, de ser necesario, en sembrarse en la Plaza de Bolívar hasta ver a su hijo, habría pasado a la historia doméstica de la nación como un macondiano más y lo emparentaríamos, años más adelante, con la estirpe centenaria de los Buendía. Y de ser así, aunque hubiera logrado mucho, no habría alcanzado nada: le debemos a ese profesor de provincia lo que nuestros avezados funcionarios en sus años de magistratura no han atisbado siquiera a insinuar: puso en la agenda de Europa -y, por extensión, del mundo- como punto relevante el problema del secuestro en Colombia y el tema del Acuerdo Humanitario.
Hoy a Moncayo es imposible ignorarlo: la sociedad internacional tiene sus ojos puestos en él. No es difícil conjeturar que marchará a Venezuela, incluso después de que el gobierno ha reversado la mediación de Chávez. Irá hasta las últimas consecuencias con tal que su proceso arroje un fruto apreciable, así tales consecuencias acaben con él. Moncayo no es más que la resultante de nuestra situación histórica que por setenta años de violencia nos ha condicionado. La pregunta se hace, entonces, terriblemente desoladora: ¿cuántos caminantes por la paz ha menester?...

domingo, 18 de noviembre de 2007

¿REINADO NACIONAL?...

Moraleja: no hay tragedia tan vehemente ni desastre lo suficientemente lamentable como para frenar la realización del Concurso Nacional de la Belleza. Así como ocurrió hace una veintena de años atrás, igualmente volvió a suceder: ni la toma del Palacio de Justicia ni Armero pudieron detener el rentable comercio que unos cuantos fraguan en nombre de una nación. Para Raimundo Angulo, ninguna de las desgracias nacionales fue, es y, por lo visto, será, argumento suficiente para postergar el sainete en traje de baño y bordado en lentejuelas que año tras año, aprovechando el aniversario de La Heróica, nos ha obligado a soportar. Para él y los de su especie ni el asesinato de los diputados secuestrados ni las tragedias invernales de los últimos meses (tragedias que suceden en su vecindario, muy cerca suyo) son razones válidas para dejar de celebrar su trillado certamen que, a la sazón, invade por once días los titulares de las noticias.
Raimundo Angulo -y es un mérito que no podría negársele- por luengos años ha montado un mecanismo de reloj tan bien concebido alrededor del concurso de belleza que es impensable que otra persona o grupo de personas pueda hacerle parangón: el concurso de barriada paralelo al suyo es apenas una gentil cortesía que le permite al pueblo cartagenero o una inusitada desverguenza de los de abajo que, a la postre, es inevitable. Tiene de político la habilidad manipuladora de congregar una cohorte de lacayos que con sus diseños de moda y su capacidad publicitaria le dan ese aire de prestigio a su negocio, y de comerciante el talento indiscutible de conocer lo que más agrada a un público consumidor preponderantemente masculino: las mujeres. Si es culpable de algo, si acaso se le puede imputar alguna acusación, no es menos culpable que aquel aburrido televidente que posibilita la puesta en escena de las niñas que buscan empleo en el oligopolio televisivo a través de la mejor hoja de vida que podrían presentar: su cuerpo sinuoso ejercitado en gimnasios y moldeado por mano de obra quirúrgica -eso sí- bien pagada. Es él -el televidente- que pide tales entretenciones para pasar el mal sabor de nuestra realidad nacional.
Y es que en Colombia hay un reinado para todo. Ya es perogrullo decir que Colombia es el país de los reinados. Del mango, del aguacate, de la panela... cada cosa tiene su reina y cada vaina, por más insignificante que parezca, eleva su importancia con un reinado. Pero si es cierto que hay tantos reinados, no es menos cierto que hay un público detrás de ellos procurándose la distracción suficiente para olvidar momentáneamente las dificultades que atravesamos. El encanto femenino que muestran los municipios en pasarelas improvisadas, ccomo una exhibición de caballos, es a su vez aprovechado por gamonales que saben, como Raimundo, extraer una ganancia nada despreciable de un espectáculo farandulesco. No es difícil averiguarlo, tampoco lo es ignorarlo: cuantiosas sumas de dinero son transadas por patrocinadores buscando posicionar su producto en el rostro de las candidatas o en sus ojos o en sus uñas y de esa mercadería, además de ellas, sólo unos pocos sacan provecho. Paradójicamente hay un público -los televidentes- que se muestra feliz por sentise parte de algo; ese algo de lo que cree sentirse parte, lo ayuda a sobrellevar los terribles malestares del clima que en carne viva y ante la indiferencia de todos debe padecer. "Que se inunde la casa -piensan- incluso que el río nos arrastre: mientras sirva el televisor todo estará bien".
Hace mucho se dijo que la religión es el opio del pueblo. Y, como los tiempos cambian, es de esperarse que con ellos su opio también. Cabe imaginarse, en ese orden de ideas, a un rescatista de la Defensa Civil en plena lidia con el crecido Magdalena: con una mano -y su cuerpo pendiendo de una soga- jalona a su rescatado y con la otra, muy pegado a la oreja, sostiene un pequeño radio expectante del fallo del jurado por saber quién será la nueva soberana de los colombianos...