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jueves, 24 de abril de 2008

DESDE ABAJO (IV)

De las cunas nobles nacen caballeros y gobernantes; de las cunas pobres, artistas y deportistas. En últimas, uno no sabe a qué nacimiento le debe más.
Para finalizar esta serie de artículos dedicados a la pobreza, me referiré a aquella que comporta alguna nobleza, hablando en términos humanos. Toda pobreza, más que vergonzosa, es nociva: su peligro consiste en la capacidad de permear el alma, los sentimientos más loables y las intenciones más puras arrastrando a quien la padece a la aniquilación de la dignidad. Y es esa cepa (porque la pobreza es una enfermedad de la que es preciso huir con todas las fuerzas) la mayormente extendida y deplorable. Pero hay una en especial que lleva a los hombres más allá de sí mismos elevándolos por encima de sus próximos y de su época; hay una que permite la fermentación en un individuo de caracteres específicos que regirán una tendencia artística o encarrilarán una corriente literaria. Esa pobreza, rara y poco vista, es a la que rindo mis laureles y mi más fervorosa súplica.
Alguien que haya nacido en la fortuna tiene una sola opción: procurar que su patrimonio no mengue al tanto que disfruta lo que la preocupación por sus arcas le permita. Quien haya nacido en la inopia tiene dos alternativas: o perecer en ella o superarla. Perecer en ella significa aceptar su suerte y fundar en sus riberas la felicidad de una familia maltrecha, un salario que apenas alcance y las infaltables diversiones de fín de semana, que hacen llevadero y hasta soportable el peor de los destinos. O superarla, de dos modos: como lo hace el tendero (trabajando a brazo partido mirando hasta el último céntimo para que sea el ahorro el dique resistente de los reveses económicos) o mediante la producción. El primero es vulgar, poco importante; es lo que todos hacen sin que su fatigosa laboriosidad les aporte algo distinto que el papel moneda. El segundo es propio de aquellos que ponen su vida en algo que se estima superior y merece la suma de sus esfuerzos y anhelos sin importar el final del camino. Estos son los artistas y deportistas. En ellos la vida se torna especialmente dramática: obliga a suprimir en lo posible las necesidades del cuerpo y, en compensación, alimentar la esperanza, que no precisa pan ni agua. Poner la mirada en lo que no se ve; un esfuerzo sobrehumano que implica una renuncia y un sacrificio en procura de algo mejor. Sólo que ese algo mejor cuesta la vida misma. Habituarse a decir no al paso de más que se da, a no considerar la gratificación y aguzar los sentidos en lo que falta. El sudor que se derrama mientras los músculos son animados por esa otra fuerza que nos opone a la adversidad: ese es el hombre al que me refiero. Si la cuna nos negó las delicias del buen vivir, entonces ese vivir hay que arrebatarlo con cosas que dependan por completo de uno, que se deban al mérito propio. El deportista es el mejor ejemplo: se consagra a una disciplina con la esperanza inconfesada de resarcir su pobreza mediante la destreza física. Unos lo logran, otros no; pero tienen su justificación delante de los hombres y los dioses. Su existencia valió la pena así su paso por el mundo haya sido en silencio, casi desapercibido. William Ospina dijo alguna vez que la historia se interesa por los victoriosos y el arte por los fracasados. El caso del artista es diferente aunque en principio responda a las mismas motivaciones: se trata de una expiación. El artista -por lo menos en el que creo- se subordina al ejercicio de sus mejores facultades para producir ese sutil enajenamiento que es su oficio. No es un hombre de mundo ni mucho menos un gentleman. Por definición, es esclavo de las musas que lo zahieren a capricho y fruto de ese suplicio es la obra. La creación supone un lugar solo, apartado y aislado, donde se produce el milagro. La soledad es, pues, la compañera permanente del artista. Daniel Higuera escribe: "Elegir la soledad con la siempre conveniente excusa de la creación es enfrentarse a los oscuros y amplios pasadizos y lúgubres galerías donde la idea del arte obsesiona al ermitaño".
El arte -y me atrevo a decirlo sin faltar a la verdad- tiene su sustrato más noble en la pobreza. Puede que alguien de mejor cuna se dedique a un oficio y hasta lo haga bien, pero es en las cunas humildes, donde no cabe el gesto hipócrita de la decencia y los refinamientos citadinos para llamar a las cosas como son, donde se acrisola. Mientras uno toma el pincel por un pasatiempo, el otro lo toma con temor y temblor, porque de eso depende su vida. Si Fernando Botero no pasa penurias en New York al tanto que elaboraba sus singulares cuadros para ganarse el sustento, quizá no hubiera sido Fernando Botero, el genio viviente de la pintura. Igual cabe decir de Gabo y su estancia menesterosa en París. Es necesario ese aprendizaje de la necesidad material para comprender la insatisfacción natural que acucia a un gran espíritu cuando termina una obra. En el arte difícilmente se alcanza la plenitud. Cada obra concluida deja en el creador cierto escozor, cierta incertidumbre que lo lleva a ejecutar la tarea de nuevo para constatar lo que de antemano sabe: la frustración de asir por las ropas a la perfección sin poder expresarla como es debido. Se dice que Dotoyewsky adquirió su epilepsia por la abrumadora carpintería de su literatura. Su disgusto por la obra paulatinamente se tradujo en enfermedad corporal. Y esa insatisfacción crónica, ese afán de perfección que nunca se alcanza, sólo es viable en la pobreza. El artista es un ser desgraciado, reconózcalo o no: debe entregarle a su oficio lo mejor de sí, invertirle sus energías y dedicarle sus horas más lúcidas en busca de una obra que, si no es buena, por lo menos sea aceptable al obrero. Y una vez terminada, sin alcanzar la plena satisfacción de sí, reanudar la tarea y, con la tarea, el suplicio. Y ese desprecio autoinflingido, esa negación y esa renuncia, sólo se aprende en la pobreza.
En lo personal, mi literatura tiene un único propósito: olvidarme de mí mismo. Mi vindicación consiste en una obra: eso es todo. Muchas veces he maldecido mi pobreza; muchas veces, también, he llegado a la misma conclusión: de no haber sido por ella me habría dedicado a otra cosa. A las finanzas, al amor y las mujeres, incluso a la abogacía, menos a la literatura. Pero a ella me debo aunque sea incierto su porvenir. Y palabra tras palabra concuerdo con Foucault: "Pensar ni consuela ni hace felíz"...