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viernes, 15 de agosto de 2008

PALABRAS A MI GENERACION (II)

Familias armadas a los machetazos. Familias advenedizas, producto de accidentes lúbricos o del terror primitivo a la soledad. Familias urdidas en una noche de copas, en un instante de pesada meditación sobre el porvenir o simplemente por mostrarle los dientes al aburrimiento. Esas son las familias que mi generación ha fundado.
Pienso, en este sentido, en Schopenhauer: "Imaginad por un instante que el acto genérico no fuese una necesidad ni una voluptuosidad, sino un asunto de reflexión pura y de razón: ¿podría subsistir aún la humanidad?" La pregunta es inquietante, porque implica una afirmación temeraria. Uno apenas puede imaginar que un joven pueda llevar a cabo semejante proeza: consiste en decidir aquí y ahora lo que será mi vida en los años siguientes. La cuestión, como se dice, es saber cuál es la decisión conveniente. Si se quiere hacer algo con los cinco minutos de vida que tenemos, la familia es una clara obstrucción porque de contínuo nos veremos obligados a sacrificarla. Lo común y corriente es la elección contraria: no hacer nada y, en cambio, fundar una familia. La reflexión pura demanda un acto que vaya más allá de nosotros mismos, que nos trascienda, que nos sobreviva. Pocos o ninguno poseen esa clarividencia; muchos acogen pasivamente la inercia social y la adoptan como estilo de vida, así tengan que vivir esclavizados a un empleo y un horario.
Hablo de mi generación en su situación actual: jóvenes carentes de oportunidades nacidos en el escaño más incipiente de la gradación social, que comenzaron a trabajar una vez cumplieron la mayoría de edad y la circunstancia tuvo que decidir por ellos. Jóvenes cuyo patrimonio es su buena salud y la fuerza de sus manos para conseguir el pan; jóvenes con presbicia espiritual, incapaces de concebir un proyecto de vida que no implique un sacrificio y una renuncia; que viven porque su corazón late y no pueden, a pesar de sus buenas intenciones, hacer nada más que cumplir cabalmente con las funciones de todo lo viviente: nacer, crecer, reproducirse y morir. Jóvenes propensos al amor, donde toda emoción desenfrenada tiene su campo fértil, donde el arte encuentra su sustrato y la existencia su tinte dramático. Se enamoraron siendo adolescentes y niña tras niña vivieron su idilio, idilio que culminó en la unión marital. Sus familias consisten en la búsqueda pertinaz del sustento diario, en reptar por un empleo esperando ese pan que muchas bocas requieren, en convivir bajo un mismo techo prestado aguantando silentes los defectos del otro, en ver pasar los días con el semblante impasible de un reo condenado para siempre.
Hablo desde la coyuntura social en que la cuna me instaló. Y en ella la pregunta del filósofo se responde con un contundante sí porque hay poco tiempo para la reflexión; además, no se tiene interés en ella. Sus pensamientos son residuos de costumbres que se heredan como los genes. Más allá de los rasgos físicos, mi generación se emparenta en su mundo interior, en su visión de la vida y el porvenir. La educación les llega de oídas, a través de múltiples ecos donde apenas pueden retener lo consabido, eso que llaman sentido común. Y producto de esa instrucción sosa es su aspiración depauperante al dinero, acaparar tantas cosas como sea posible para ostentar alguna prosperidad frente a sus vecinos. Lo repito: basta con tener un par de zapatos más que el prójimo o un televisor más grande y moderno para restregarle mi bienestar y su miseria. Doctrinas económicas mal aprendidas, tergiversadas por pequeños burgueses para domesticar su pelotón de obreros, esa es su posición frente a las cosas materiales. ¿Se puede esperar reflexión alguna, sea pura o turbia, de ellos? ¿Puede salir algún coloso entre una camada de liliputienses? ¿Cabe albergar alguna esperanza de las gentes del mercado? Por favor, ¡no me habléis de dioses!
Si el acto genérico fuera por reflexión, el resultado sería la misma sobrepoblada Tierra porque no se encuentran cabezas lo suficientemente aptas para llevar a cabo el proceso catártico. Las gentes se reproducen indiscriminadamente sin atender las objeciones del sano juicio atiborrando cada metro cuadrado. Son numerosos, muchos. Entre los menos favorecidos, entre los pobres, la perpetuidad de la especie está garantizada: se multiplican como conejos. Pero en esa ingente masa humana sólo hay eso: especie. Ningún carácter individual que haga la diferencia o que valga los siglos de evolución que los produjeron. ¿De quién puede esperarse algo? De un individuo que se ponga en la tarea de reflexionar, simplemente. Entretanto, familias malbaratadas segurán repitiendo los destinos de sus padres, incapaces de trazar otro sendero...