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domingo, 25 de mayo de 2008

ESCRITOS PROHIBIDOS (IV)

"Manos invisibles son las que nos zahieren y nos destrozan..."
FRIEDRICH NIETZSCHE
A Blanca Niño
Es la mujer amada, aunque no propiamente sea la más deseada. Tiene las virtudes más encomiables para fundar una familia. Hablando en términos de compromiso, es la madre adecuada para criar los niños; hablando en términos románticos, es la mujer que cualquier hombre quisiera tener por esposa. La ideal, la perfecta.
Tenerla y no tenerla. Tan cerca y tan lejana. Hablarle, disfrutar a su lado momentos dichosos, reir juntos, tal vez conversar un poco del mundo, del país o de cuanta estupidez esté en boca de la gente. Y luego despedirse con un beso prófugo en busca de sus labios. Y, una vez ida, el desaliento. El desconcierto al no poder tenerla por completo, al pedirla prestada a su empleo y a sus otros amigos por unas cuantas horas de la tarde. La fragancia que dejó en nuestros labios impregnada nos acompaña durante la semana. La fragancia es su aroma. Y el aroma trae su recuerdo, imágenes sesgadas de su risa musical, de su voz irrepetible. Y en el recuerdo, la oculta ponzoña que malogra nuestras noches y nos arrastra a la desesperación porque nos está vedada, prohibida como el fruto del árbol edénico. "De todo árbol del huerto podrás comer; más del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás; porque el día que de él comieres, ciertamente morirás" reza la Escritura. ¿No fue la voluptuosidad de la prohibición la que hizo el fruto apetecible? Lo hizo delicioso. ¿No está su sabor presente en los labios femeninos? "Por el beso culpable de una santa aceptaría la peste como bendición" escribe Ciorán. Moriría gozoso por deleitarme en sus labios, así en sus labios esté el veneno. Basta ya de poesía: es hora de la confrontación. Para un hombre avezado en la conquista, ¿por qué es difícil conquistarla a ella, a la que realmente le interesa? Precisamente por eso, porque le interesa. Para un hombre que conoce bien a las mujeres, ¿por qué se enfanga cuando intenta conocerla? Porque ella, sin proponérselo, le enseña que no hay empresa más infructuosa que intentar entenderlas. "¿Quién entiende a las mujeres?" pregunta que se inscribe en la tumba de Borges. Pregunta incontestable, como las antiguas disquisiciones filosóficas. Pero el sinsabor sigue: ¿Qué me pasa, que no puedo dejar de pensarla, de aclamarla? ¿Por qué me hace falta?.
El dibujo de un corazón no nos dice nada. Hemos prostituido la palabra "amor" al hacerla equivalente a las húmedas pasiones que abruman la carne, al barajarla junto con nuestras debilidades y añoranzas. El hombre común se enamora y desamora casi tan rápido como cambia de ropa. Hablamos de lo desconocido, de lo que apenas hemos entrevisto. Fue un acierto semántico de nuestro tiempo el divorcio entre amor y sexo. Donjuan lo sabe y es el principal apóstol de esa nueva verdad: nuestro vocabulario romántico está plagado de fantasmas. Por eso no cree en sus sentimientos, o no quiere creer en ellos. Tantas mujeres le han enseñado que el amor es tan raro como los centauros y tan mítico como los dioses olímpicos. Pero la pregunta no ceja en su empeño de acusarlo: ¿qué me pasa, que no puedo dejar de pensar en ella, que no puedo apartarla de mi mente? Borges, el divino ciego, escribe: "Hay quien busca el amor de una mujer para olvidarse de ella, para no pensar más en ella" Pero si así hiciera, no sería Donjuan. Debe su encanto a la dispersión que ha sometido a su corazón, a su querer nunca satisfecho. Y si perdiera su encanto, las mujeres no se lo perdonarían. Dejarían de amarlo y el amor perdido lo marchitaría, lo malograría hasta ponerlo al nivel de los hombres comunes, de quienes no vale la pena hablarse. Mejor es la muerte que vivir rememorando en la miseria la gloria que un día fue y ya no es.
¿Qué me pasa? La pregunta que no se calla. Es preferible postergarla indefinidamente. La elección de Donjuan consiste en la contemplación desesperanzada por no poder ser otro, por no tener interés para ello. Así que volverá a invitar a la mujer que le fascina una y otra vez; volverán a salir al bulevar, al cine, a los sitios donde acostumbra llevar a las mujeres que le inspiran más que deseo. Su dicha será tenerla cerca, así sea por contadas horas: teme que la rutina corrompa su relación como lo hace el matrimonio. Aún sin saber qué es el amor y si existirá tal cosa, se contentará con saber que sería ella su depositaria, su diosa. Si esto es trágico, ¿no lo es más las relaciones comunes del resto, de los otros, donde no hay más que hastío y obligado renunciamiento al día a día?...