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lunes, 28 de julio de 2008

PALABRAS A MI GENERACION (I)

He decidido, luego de un mes de ayuno escritural, iniciar una serie de escritos para la generación a la que pertenezco no más por el cómputo de los años. Es un convencimiento arraigado en la piel con el que he aprendido a parlar: no soy de este tiempo y vivo en la busca de una tribu perdida. Pero eso es otro tema. Lo importante para mí en esta serie es escribir lo más desparpajadamente posible. Hablar como el filósofo: desde las tribunas. No sentir la identidad de la juventud y en cambio padecer de cierta senilidad espiritual no impide opinar sobre lo que veo. Y eso es lo que me propongo.
Estamos determinados a ser lo que somos y no se halla ni en el cielo ni debajo del cielo propiciación suficiente para conmutar tal sentencia. Se trata del humor con el que enfrentemos esa verdad: para un individuo cualquiera puede ser una bendición el que su destino sea inapelable. Ese es el optimismo típico de los pazguatos. Lo grande, lo formidable, es saberse indeterminado, aunque tal gloria sea causante de no pocos malestares metafísicos. Me pregunto si estoy en sintonía con los otros que nacieron el mismo año que yo: somos existencialmente distintos. Es común que entre los viejos se hable de épocas pasadas y juzguen con tono nostálgico que fueron hermosas. Con el tiempo el pasado florece, así el presente sea una pútrida cloaca. Pero entre los jóvenes es ditinto: somos inmortales porque no tememos a la muerte. Cuando se está haciendo una vida y se es protagonista de una historia propia las preguntas fundamentales están de más. No vale la pena entorpecer la felicidad de la tierra con cuestiones pesadas. Y el mundo juvenil consiste en eso: jolgorio, alegría e inocencia. El presente es eterno mientras no sintamo en la carne la paulatina corrupción del paso de los años. Como decía, hacemos a cada instante una vida. La tejemos, la confeccionamos con ambición minuciosa, la planificamos con precisión militar. Queremos para nuestra vida particular esto o aquello, nos dirigimos a algún lado y ponemos en ese destino la esperanza de no ser inútiles, sólo para constatar, años má tarde, que cualquier esfuerzo es baladí: de una u otra forma, queriéndolo o no, debíamos llegar allá. Algunos se preguntarán: ¿Y el estudio? Acaso, ¿El que se esfuerza y el que no lo hace han de compartir similares dichas? ¿Valen lo mismo? Claro que el esfuerzo y el estudio vale, claro que hay más valor moral en quien decide ser alguien a quien pasivamente adopta la postura contraria; aquí la cuestión es de instalamiento: todos se dirigen a echar raíces, fundar una familia y mantener ese nicho de bienestar a toda costa. Y en eso, quiéranlo o no, hay poco o ningún valor.
Pero ninguno de los jóvenes con los que trato a diario se cuestiona hasta ese punto: acaso ya llevan a cuestas un hogar urdido en los accidentados albures del tiempo y lo más decente que les queda por hacer es responder por su patrimonio familiar sin musitar una queja. Acaso nunca quisieron nada más que eso: hijos y mujer. La diferencia entre un hogar y otro es su origen: allí también se encuentra su felicidad y su valor, a eso es a lo que me refiero. Y esa elección es la que me diferencia de la generación que la cronología me impone. Tengo de joven el frescor de un paladar sibarita y la risa del que no tiene nada que perder, pero mi juventud termina cuando el futuro me confronta con mi ahora. Entonces envejezco. Para mi fortuna, soy un animal raro. Para fortuna de los otros, su futuro es manifiesto: hay dos cominos cuyo final es previsible. Si te portas bien, te irá bien; si te portas mal, ya verás. Los jóvenes de mi generación instintivamente se rigen por ese sofisma: sus madres se esforzaron con las mejores intenciones del mundo por adoctrinarlos en ese temor reverente. Y tenemos hombres ejemplares. Es neceario, para vivir tranquilos, no cavilar demasiado en el porvenir y aceptar las cosas como vienen. Vivir como el mulo o la lombriz: conforme a la naturaleza. ¿Cambiar? Ni pensarlo ¿Qué? Basta con tener o un empleo que sea absorbente o estar recluido en una universidad para que la existencia sea justificada: lo que seamos depende de la utilidad que la facultad o la empresa nos enseñe. El resto es consabido: sostenerse para criar y criar para que nos sostengan. Jóvenes que apenas saben para qué viven, jóvenes que actúan según un decálogo dictado por antecesores anónimos. Perdidos, varados en un tiempo que quisieran comprender, pero que no tienen las herramientas para abordarlo en su intimidad. Esa es mi generación ¿Hay algo loable de qué hablarse?...