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viernes, 23 de mayo de 2008

ESCRITOS PROHIBIDOS (III)

"La mujer no existe; existe son las mujeres..."
ARTHUR SCHOPENHAUER


La pasión nos obliga a conquistas mayores. Una no es suficiente; una es siempre nuestra fracasada búsqueda y nuestro anhelo legítimo. Buscar a la mujer en las mujeres, armar a retazos y en diversos rostros aquel que se desea. El amor: cosa más complicada, a la vez que desconocida. La diversidad es lo que se ama: el resto es poesía, ficciones de un corazón que no concuerda en lo que quiere. Y en esa ambigüedad se encuentra el hombre encantador.
Tal hombre debe su encanto a la multitud de sus defectos: ellas aman lo que les ofrece resistencia, lo que las zahiere. Puede con facilidad olvidar a una mujer porque otra está siempre a la vueltra de la esquina, en la acera de enfrente. Un vampiro cuya sed es saciada en varias gargantas, un réprobo que se alimenta de la belleza famenina. Sus saturnales son tan apasionadas como hirientes son sus madrugadas, como sombríos son los días posteriores a la alegría. No ha tomado a una cuando ya quiere seguir con la siguiente; la dispersión es su enconada convicción y las mujeres su más fervoroso evangelio. Una religión sin muchas exigencias, aunque amerite el sacrificio personal hasta sus últimas consecuencias. El encantador no se enamora y difícilmente puede afirmarse que sepa qué es, aunque tampoco que no conozca tal logomaquia. Su amor consiste en la sucesiva posesión de carnes femeninas y su apetito no reconoce límites. Sabe que se dirige a un abismo insondable, pero el néctar lúbrico de la vulva es mayor a su voluntad de preservación. Por eso está condenado. Dirá él: "Felízmente..."
Pero volvamos a las mujeres. ¿Por qué les atrae tanto? La respuesta no está en su cabeza, mucho menos en su corazón: está en el cosquilleo que las recorre, que les eriza la piel y las lleva a pecar con el pensamiento. El hombre que con su mirada las traspasa, descubre sus deseos más íntimos y puede leer en sus carnes faciales cuál es su fantasía, su pudor que desea ser derribado, su moral que quiere ser debelada. El hombre que con su presencia las humedece, con su aroma la respiración agitada que precede a la excitación. El hombre al que temen, a la vez que reclaman. Le temen porque es capaz de doblegarlas y llevarlas a cometer aquellos actos que las ruborizarían si fueran divulgados. Le temen porque las irrespeta con una sensual caricia, con una palabra inmunda susurrada al oído, con su irreverencia al protocolo social que dicta que una mujer no se toca ni con el pétalo de una rosa. Y le temen porque no sólo las toca, las acaricia, las desviste, las arrastra al lecho presas en sus deseos reprimidos, sino porque al otro día, cuando su noche lujuriosa haya terminado, ese hombre no se despertará junto a ellas. Lo extrañarán y sentirán el dolor profundo que el vulgo a través de los siglos se ha empeñado en llamar amor. Y lo amarán porque no lo merece, porque, al decir de ellas, es "un completo infeliz".
El encantador, el donjuan, también lleva a cuestas su condena particular: la soledad. Como es incapaz de establecer una relación seria y desconoce la sinceridad, es y será la soledad su compañera permanente. Las fechas más importantes que la gente celebra delatan por intermitencias su nostalgia, porque ninguna de sus mujeres está disponible para él: están o con su esposo, su novio o su familia. El pináculo de su gloria se llama sábado en la noche, donde tiene la certeza que un cuerpo femenino lo abrigará por contadas horas oscuras: esa voluptuosidad le impide sentirse desgraciado. Y si no, por lo menos le ayuda a sobrellevar su resaca. Como las mujeres están a la mano, no es de extrañar que cuando quiera aferrarse a una para librarse de su condena, ésta le rehuya como el agua y las viandas a Tántalo. El licor ayuda porque enerva, porque nos olvida; las mujeres porque en ellas está nuestra incomprensión, nuestro deseo sincero. La noche porque es el reflejo de nuestra alma lóbrega surcada por tenues fulgores de dicha. El encantador, sabiéndose insatisfecho, se entrega a la mecánica de su destino y se resiste a escapar de él. Se rebela contra la rebeldía. El encantador no es mujeriego: éste visita a las mujeres con la estupidez propia del hombre casado. Lo único que busca es un asueto, una distracción para sostener el hastío de su hogar empapándose en otros labios. No así el encantador: perdido entre las mujeres, sabe que algo suyo lo abandone cada vez que abandona a una de sus muchas amantes; algo irrecuperable se pierde, se drena como por una cañería. Y ese algo es su aliento vital, por eso después de la faena amatoria se siente cansado. Y su cansancio lo abruma con saña cada vez más...

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