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jueves, 8 de mayo de 2008

ESCRITOS PROHIBIDOS (II)

¿Cabe hablarse hoy por hoy sobre el hombre ejemplar? Que respondan ellas. El hombre ejemplar, como la mujer ejecutiva, son invenciones de una sociedad lo demasiado sobria para tomarse en serio: es a lo que hay que aspirar si se quiere ser algo. El que cae bien a todo el mundo, el cumplidor de su labor, el que tiene enfermizos miramientos a la hora de administrar el presupuesto familiar, ese es el hombre ejemplar. Ivan Illich.
Es el hombre que cualquier mujer quisiera tener por esposo y el adecuado para la crianza de los niños, pero el que ninguna mujer desea. Vargas Vila: "Las mujeres bellas pertenecen a las clases criminales". Sacan a pasear al perro, despachan los niños a la escuela y, siempre impecables, se despiden con un beso fraternal de su virginal esposa con la promesa rutinaria de volver una vez terminada la jornada. Al cruzar el vano de la puerta es cuando comienzan las cavilaciones femeninas. Ella, como dice la canción, tiene que mojarse las ganas en el café. Y piensa en el hombre que la enciende. La infidelidad femenina no es como la masculina: se entregan para ser amadas, simplemente. No las motivan tanto los atributos físicos ni la galantería como el hecho irrisorio de ser valoradas, tenidas en cuenta, halagadas y, ante todo, deseadas; pero se deciden si y solo si ya han sufrido la traición. Entonces somos cornudos y con astas podemos permanecer años y años. Pero hay un instante en que no necesitan justificación para actuar: es cuando se vuelven maestras. Las mujeres engañan cuando son engañadas y cuando su cuerpo lo demanda, aunque en menor proporción. Pero esa proporción es la que me interesa. Creemos que el amor es estático y no precisa mayores atenciones; creemos tenerlas seguras al recluirlas en la casa y las cargamos con hijos, pero esas creencias se desbaratan ante la evidencia: como nosotros, también desean porque son carne y sangre.
Pero la culpa la tiene el hombre ejemplar a cada momento. Y su culpa consiste en inflar su fantasma social con el objeto de ganarse una posición y un respeto en la frívola sociedad. Infla tanto la sombra que proyecta a los demás, que termina siendo él mismo sombra. Basta con cumplir con el decálogo del bueno para ser fijado en el molde de la ejemplaridad y, con el molde, el fárrago de prejuicios y reticencias que la convivencia comporta. Y sus bellas mujeres (porque ninguno se casó mal: para fortuna de muchos, tienen buen gusto a la hora de conseguir mujer) siguen mojándose las ganas. Se dice que hay dos clases de hombres: los que nacieron para trabajar y los que nacieron para amar. También se dice que éstos son mantenidos por aquellos y hasta crían hijos ignorando su paternidad. Es el marco de cualquier telenovela mejicana: el hijo que no sabe quién es su padre.
Ninguna mujer desconoce el hecho que a medida transcurren los años de unión conyugal su consorte va menguando la líbido en la misma medida que ellas se hacen más ávidas de placer. Un hambre antes no conocida, puesto que el mercado de la soltería estaba a su alcance. Y para no malbaratar el hogar buscan un sucedáneo que no necesariamente es un hombre. Puede ser la casa, las obligaciones domésticas o las comidillas del vecindario. No piensan en la infidelidad tanto como nosotros: esa primera intención es típicamente masculina. Pero es su carne la que las traiciona y en eso no debería haber culpa. En el matrimonio genuinamente se descubre el sexo: los hombres para constatar su insuficiencia y las mujeres para verificar su insatisfacción. Así hayan solapadas que no lo reconozcan. Pero el problema es nuestro orgullo: es difícil aceptar un vecino que ocupe la misma casa a diferente hora. Y encima, que ese vecino se ufane a nuestras expensas. He aquí la verdadera revolución sexual: la diferencia entre hombres y mujeres es sólo anatómica. A pesar de eso, creo en la fidelidad femenina con la misma convicción que creo en la infidelidad masculina.
Y en este escenario el hombre ejemplar aparece como una ambiguedad social: no se entiende cómo logra ser feliz a costa de la mascarada. Pero es su insaciable y ardiente esposa, la pudorosa señora igualmente venerada, quien nos da la respuesta: hay que comer con la boca limpia, sacudir las moronas de las manos y conservar la compostura sobre todas las cosas. Hay que bañarse para no dejar en el cuerpo rastros de desodorante masculino; hay que lavar las sábanas cuidando que no queden manchas amarillentas que las puedan delatar; hay que ser prudentes, hablar poco, mostrar buen semblante y sonreir ante las ocurrencias más idiotas; hay que subvenir las necesidades sexuales del esposo, si llega a tenerlas, para no levantar sospechas, incluso si ha tenido una jornada extenuante horas antes en el mismo lecho. Tácitamente el esposo, el hombre ejemplar, ya sabe el resto: debe llegar puntual a su hogar y que su llegada la anuncie una carcajada escuchable desde una cuadra, incluso algunos minutos más tarde, por si acaso...

martes, 6 de mayo de 2008

ESCRITOS PROHIBIDOS (I)

"Los hombres no son amigos de las mujeres" no sé quién lo ha dicho, pero dijo acertadamente. Los hombres no vemos en las mujeres más que una línea oblicua desde sus senos hasta su trasero: entre más inclinada, más nos interesa. De ahí que muchas niños le deban su autoestima a la turgencia de sus atributos naturales; de ahí, también, el que no pasen inadvertidas en el trato diario, que es la mayor ofensa que se les puede hacer. Una mujer que no inspire un mal pensamiento está condenada a ser invisible en el escenario social: la amabilidad halagueña que les tributamos también es otra forma de decirles: "Quiero acostarme contigo". Unos lo dicen expresamente sin necesidad de tanto protocolo; otros, por el contrario, recurren al cuento de Caperucita Roja y en vez de abuela se disfrazan de hombres buenos. Esos son los peores.
Un hombre bueno. ¿A qué aspira? Poseer a una mujer mediante su disfrazada humildad, atraerla con la hipócrita máscara de la longanimidad, seducirla y hacerla suya con el chantaje que supone ser un alma buena. Pero se equivocan: en eso consiste su error garrafal y la más hiriente discordia con ellos mismos que se empeñan en velar a los demás. Queriendo acostarse con una, recurren a la artimaña de hacerse amigo de ella, ser su confidente, ganarse su confianza para finalmnte pedírselo, pero se quedan a la mitad del camino gracias a su torpeza: son ese mejor amigo que toda mujer tiene y con el que nunca piensa tener siquiera un mal pensamiento. Para su infortunio, el pasto de su envidia son los otros, los que se atreven, los donjuanes, los buenavidas. Están condenados a dejar hacer y dejar pasar. Como los hambrientos, ven desde la puerta el pan caliente y fresco que no saciará su hambre y está destinado a paladares sibaritas. Y para rematar, su falsaria amistad los obliga a escucharlas, a ficcionar con el labio escurrido las ardientes faenas que sus amigas les relatan con vivo detalle y ellos se mueren por protagonizar. Viven cerca de ellas, no las pierden de vista ni por un segundo, sólo para agudizar su envidia irreparable: presencian impotentes cómo otros seducen y conquistan mientras su líbido se consume todas las noches entre sus manos y sus sábanas gracias a su cobardía.
Los solapados: quienes no descubren sus intenciones sino hasta muy entrada la noche y amparados con el pretexto de las copas de más. Los taimados: quienes miran a las mujeres con deseo manifiesto y acuden al juego de las culpas para debelarlas y calmar su antojo irascible. Se equivocan ellas al creer que un hombre puede ser su amigo: sólo se espera, al acecho, el momento de la debilidad para devorarlas. Y las mujeres son propensas a esos momentos: se podría decir que su naturaleza las traiciona más a menudo de lo que se piensa. ¿Es posible la amistad? Sólo si entre ambos hay una genuina apatía. Pero eso no lo perdonan ellas: su señorío consiste en nuestro deseo. Nos equivocamos nosotros al creer que ellas ignoran toda esta tramoya: lo saben muy bien, tan bien que no pocas veces un hombre ha sido manipulado sin advertirlo. Ha sido conducido como el borrico que a través de la trocha persigue la zanahoria que lleva el campesino en una caña de pescar. Saben que en ellas está nuestra pasión, el anhelo más ferviente, la fruta de la tentación, la perla de gran precio, el vino que mejor sabe, el más placentero de los tormentos, nuestra auténtica fe religiosa. Saben, también, cómo administrar su señorío: en todop momento es quien decide. La mujer, la diosa.
El hombre bueno, el hombre de mi aversión. En lo personal, mi lástima es para aquellos que, deseando a una mujer, urden una compleja trama de amistades, sentimentalismos y falsos requiebrospara lograr lo que en una sutil pero sagaz charla se podría finiquitar por medios más económicos. Y los aborrezco porque las hieren, las engañan, las malogran, las hacen desconfiadas. Vargas Vila: "La mujer nace buena y el hombre le pervierte el corazón; nace confiada y el hombre la hace recelosa; nsce leal y el hombre la lleva a ser pérfida; nace pura y el hombre la marchita. ¡Después la culpa!" A Vargas Vila lo citaré a lo largo de estos artículos...