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viernes, 25 de enero de 2008

UN SUICIDIO MUY LITERARIO

Poco o nada interesan los móviles de su autoinflingida muerte: al igual que otros suicidas, aquel hombre otoñal puso punto final a su destino con la desconcertante convicción de los últimos instantes. Y, al igual que sus pares, quizá dejó para la posteridad periodística y para la memoria hiriente de sus deudos alguna carta donde explique los pormenores de su propósito redentor. Poco o nada sirve indagar su vida y los minutos previos de su calculado deceso: es sabido que las acciones de los hombres, aún de los más eximios, son tan aburridas y domésticas como sus momentos trascendentales. Pero lo que diferencia a éste de los otros suicidas que nombran las estadísticas es el escenario elegido para apretar el gatillo.
Los escasos medios que reseñaron la noticia mostraron la disciplina de un hombre que todas las mañanas asistía a la biblioteca Virgilio Barco y leía de cabo a rabo los periódicos exhibidos gratuitamente en la sala de lectura. Como los muchos que abarrotan las bibliotecas, su presencia hasta ese día debió ser inadvertida, menos para el infaltable guardia que por un sueldo y una urgencia alimentaria cela las puertas y para el bibliotecario que debió rescatarlo de su inventario mental gracias a la rutina de sus lecturas. Pero ni el uno ni el otro advirtieron la razón de su persistente hambre informativa: en las sofocantes horas matutinas aquel hombre entrado en años planeaba, ante el ofensivo papel blanqueado de los periódicos y con minucia proverbial, cómo iba a darle punto final a su vida de una manera diferente a los otros suicidas y que en alguna medida nos involucrara a quienes no lo conocimos. Y uno de muchos días, la encontró.
Que un hombre se suicide no tiene nada de literario, ni siquiera de artístico: ni sus motivos, ni el método empleado para la comisión de su temeridad, ni lo enrevesado de su circunstancia importa cuando se califica tal acto en términos de arte. Lo que lo hace digno de atención, o por lo menos recordable, es el escenario. Las tragedias clásicas han agotado todas las posibilidades; los venenos y los cuchillos hoy nos parrecen tan prosaicos y trillados como la mentira piadosa o los crímenes pasionales. Así como de la naturalidad de un saludo o del artificio de una mirada podemos inferir el mapa psicológico de tal o cual, así también el escenario del suicida nos concede ciertas licencias para extractar la totalidad de su existencia interrumpida sin temor a equivocar los juicios. Los amorosos prefieren el vacío, los ahogados en deudas los espacios cerrados y los depresivos la horca, pero este hombre escogió el exotismo de un centro cultural, como la biblioteca. Su suicidio nos permite inquirir lo que fue el dislate de su vida mejor que la usual misiva que dejan los suicidas, con un valor agregado: la inferencia de los detalles hace que reconstruyamos su tragedia personal y le agreguemos otros no vistos que acercan su nombre y su sino al plano artístico, donde muchas veces hemos percatado, no sin cierta dosis de indignación, que la vida copia al arte.
"Los hombres que mueren por sus propias manos siguen hasta el final la pendiente de sus sentimientos" escribe Camus. Para este caso particular, la sentencia cobra importancia. ¿Cuántos de nosotros, algo romantizados, alguna vez no pensamos que la mejor muerte es aquella que viene en el ejercicio de lo más amado? ¿Cuántos no ficcionamos con morir haciendo lo que más nos gusta? Quizá pensó (con razón o sin ella, es baladí) que el mejor final consiste en el deleite profano de la cultura y tan ambiciosa predilección lo arrastró a frecuentar un recinto difícilmente disfrutable en las regiones de los muertos. Si ese gesto es interpretable lo es, precisamente, desde la contemplación artística: la biblioteca como escenario de una muerte voluntariadeja en el aire una pregunta inconclusa con la cual el resto de los hombres convive sin preocuparse por ella, ni siquiera por hacérsela. Sin la pretensión estéril de erigir héroes o santos, aquel hombre de sesenta y tres años eligió el escenario que en su opinión mejor podría definirlo para la posteridad sin patetismos, pero tampoco sin arrogancia. Matarse por un motivo es tan fútil como vivir sin él. Por eso poco o nada interesan las razones de su última decisión ni que las haya dejado escritas: su suicidio con aire literario en la biblioteca es más diciente y lo reivindica en un palco de la galería de los suicidas como aquel que se mató por reflexión, porque simple y llanamente juzgó que la vida no merece ser vivida. Con él se hace patente ese dicho vulgar que reza que un acto vale más que mil palabras y ensombrece otras tantas...

lunes, 21 de enero de 2008

LA VOZ INTERNACIONAL

Es un reconocimiento tardío, es cierto. Alguna suerte de homenaje que eslabonaré en las líneas de este artículo que pretende poner de relieve una labor periodística discreta, carente de ampulosidades y la estridencia de los titulares. Una labor que, sin embargo, no ha tenido la atención que se merece: Margarita Rojas, redactora de la sección internacional de Caracol Noticias, forja un estilo por el cual deberán conducirse las generaciones venideras de periodistas que aspiren relatar los aconteceres del mundo.
En Colombia somos responsables del subdesarrollo que signa la coyuntura actual nacional: nuestra miopía nos impide distinguir entre aquellos que se labran un camino y un nombre a punta de talento, de hacer su trabajo mejor cada día y -sobretodo- de provocar mediante el uso casi artístico de sus facultades el progreso de su profesión, y las artificiosas marionetas que una vez fueron reinas de belleza y se dedican a leer el prompter para ganarse el sustento en los noticieros. De esa regla no hay quien se salve: un rostro hermoso vende más que una investigación seria y exhaustiva, el fino contorno de la silueta femenina es más rentable que las crónicas de vida más dramáticas de diez periodistas. Y mientras los dos noticieros de mayor audiencia sigan condicionándose así para ganar uno que otro televidente adorador de lo inalcanzable, periodistas de la talla de Margarita están condenados o a seguir en el bajo perfil que aquí se les ofrece o a exportar su talento a quien sí lo sepa apreciar.
Ya hay antecedentes de ello: antes de llegar a CNN, Patricia Janiot trabajó como presentadora en un noticiero local de cuyo nombre no quiero acordarme y que le valió ser descuibierta por los productores de la prestigiosa cadena de noticias. Y sólo cuando apareció en CNN aquí nos acordamos que alguna vez estuvo en Colombia presentando las repetitivas historias de un noticiero sin audiencia y que, por tanto, tampoco fue merecedora de nuestro respeto o nuestra antipatía. El otro extremo lo constituye Claudia Palacios, quien hace algunos años trabajó también en Caracol Noticias y hoy dirige y presenta en CNN su propia sección, si no estoy mal, sobre vivienda. Ambas, asu manera, sevieron obligadas a salir uizá empujadas por las emergentes presentadoras de farándula que están devorando el tiempo útil de un noticiero al aire.
Volviendo al tema que me ocupa, la pregunta se hace oportuna: ¿Qué hace a una noticia internacional? ¿Qué hace que tal noticia, además de su contenido, capte la atención de un público y que ese público se interese en ella? En otras palabras, ¿a qué se debe el éxito ireconocido de Margarita Rojas como redactora internacional? Todo acontecimiento lleva diseminado un germen dramático que lo eleva a la categoría de noticia; al animal humano le es inevitable escribir su historia a diario. En algún lugar del mundo en un momento alguien toma una decisión y ese acto involucra a la comunidad del mundo. Pero el interés que sucita necesariamente debe pasar por el filtro de los consejos de redacción y en ese tránsito tal o cual suceso es susceptible de ser falseado en su tratamiento. No hace falta ser un gurú en Comunicación Social para percatarlo: basta contener un juicio claro o el discernimiento entrenado. Tampoco quiero desconocer el hecho de que Margarita, con todo y su talento, esté supeditada a un consejo de redacción, pero la diferencia entre quien se sujeta al consejo y quien puede prescindir de él llegado el caso es manifiesta: mientras un periodista cualquiera aborda el conflicto palestino con la frialdad formalista de un maestresala (y de esos se plagan los noticieros) Margarita Rojas, sin ser pretenciosa, pone en evidencia que ese conflicto avejentado por la historia y desgajado por las bombas de alguna forma misteriosa se emparenta con nuestra situación y, por ende, no podemos pasarlo por alto porque participamos de sus consacuencias. Y, sin embargo, logra lo que un periodista amordazado a las directrices de un consejo de redacción es incapaz de hacer: interesarnos en el escenario mundial y preocuparnos en carne viva por lo que pasa allende nuestras fronteras políticas. Y lo logra, paradójicamente, gracias al tono de su voz. El tono que Margarita Rojas le imprime a su voz cuando relata la noticia internacional nos dice: "aquí, en este momento, se está escribiendo la historia" , una hazaña sólo equiparable a la ya colosal Diana Uribe y su Historia del Mundo.
Hay cosas que la academia no enseña y que un consejo no puede exigir. Con Margarita Rojas, esa verdad se arroga un prestigio insospechado. Muchos medios, tanto nacionales como internacionales, hicieron amplios reportajes minuto a minuto sobre la liberación de Clara Rojas y Consuelo de Perdomo, pero sólo uno fue digerible. Sin caer en lagarterías inútiles, además de innecesarias, este artículo le da a Margarita un lugar que más adelante con justicia le será ofrecido porque el talento, como el amor, todo lo vence. Entretanto, es pensable que seguirá su labro discreta como reportera internacional hasta que alguien la descubra y de esa manera sea reivindicada. ¿Será necesario ver a Margarita en las agencias de noticias más prestigiosas de alcance global para decir aquí, en Colombia, "ciertamente, era una buena mujer"?...