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jueves, 27 de marzo de 2008

LA ULTIMA CONFESION DE SAMPER

Como es sabido, la Samana Mayor no arroja un saldo a favor solamente en las arcas de la diócesis; también provoca con su aroma a sacristía la reflexión de unos y otros encaminada a mirar bajo la luz de la fe -si acaso de eso se puede hablar hoy día- el reproche en que se constituyen nuestros actos. Pero ninguno de nosotros fue más convincente en su oblación que el expresidente Ernesto Samper: con la sinceridad que acude al que es salvado del fango del mal nombre, confesó que se arrepentía de no tener nada de qué arrepentirse.
Y claro, yo le creo. Y no sólo yo, sino cuarenta y tantos millones de colombianos. Le creo porque, a pesar de haber sido uno de los presidentes de más deplorable recordación, a él le correspondía la absolución de los cargos de conciencia que el corazón y la razón mancomunadamente imponen pasado el tiempo. Ya el proceso ocho mil es materia de historia fofa, ya las dos o tres condenas que se impusieron nadie las recuerda, ya Medina murió y Fernando Botero por fín se calló, ya tiene de nuevo credibilidad y, como canta el himno nacional, "cesó la horrible noche": los vientos lozanos de nuestra actualidad política no claman venganza ni exigen satisfacción. Como se lo propuso una vez comenzado el escándalo de los narco-cassetes, escándalo que ensombreció su mandato, hizo volar al maldito caballo para salvar el pellejo aunque eso le costara perder amistades entrañables, la descertificación a Colombia por parte de Estados Unidos y la pérdida de su visa. Los que conservan la memoria reciente saber que durante la presidencia de Ernesto Samperpasamos las duras y las maduras a la expectativa de si se caía o no, de si los militares se decidían por un golpe de Estado o, como lo hicieron, apoyar a un gobierno deslegitimado por el polvo blanco. Los números no mienten: basta con ojear las estadísticas para constatar la angustiosa situación de la medianía en el cuatrenio de Samper.
Pero no se trata de juzgarlo, para lo cual ya es tarde, riículo inclusive. Se trata de reconocerle esa faceta poco vista que caracteriza a los Samper: su sentido del humor. Un hombre, sus defectos y desaciertos, encuentra su justificación final ante el tribunal de los otros por su temperamento; éste lo eleva a pesar de sus yerros o lo hunde a pesar de sus victorias. Apreciamos en alguien no la verdad o falsedad de sus postulados, sino la bizarría con que los sustenta. En el caso de Samper, tal fuerza consiste en su sonrisa a pesar de, en el ingenio para caricaturizar una situación cualquiera. Ese ingenio de alquimista lo sacó limpio del proceso ocho mil, lo libró de la cárcel y de las obligaciones históricas que todo dirigente debe encarar luego de finalizada su gestión. Hoy a Samper no se le acusa de nada ni se le reclama nada. Hoy a Samper, como a los demás expresidentes, se le escucha. Pero no es un expresidente más: su virtud -el excelente sentido del humor- nos lleva a librarlo de culpa a quienes aún tenemos algunas objeciones que hacerle. Poco importa si todo fue a sus espaldas, si sabía -como Fernando Botero insistió reiteradamente sin que un velo de desconfianza cubriera de nuestra parte su verdad a medias- de la filtración de dineros en su campaña, que los haya recibido de balde o que los retribuyera con dignidad nacional. Tuvo la astucia rara de controvertir a la opinión pública que no creía en su buena fe a la vez que timoneaba un país vapuleado por el nercoterrorismo. Y así, por cuatro años. Pero es su humor el que nos arrastra a perdonarlo: en los dirigentes, el ingenio es materia extraña.
Evidentemente, no tiene nada de qué arrepentirse. Y no se arrepiente de nada, porque de todo es inocente. Y es inocente, porque nunca pudo demostrarse lo contrario. "Dura lex, sed lex" reza un proverbio latino. No es culpable de nada porque simpre los culpables fueron otros: sus funcionarios o sus asesores, aún sus amigos. Siempre gobernó bien; al fin y al cabo, nunca se logra la unanimidad. Siempre se preocupó, como el hábil dirigente que fue, en conducir el país por el mejor de los caminos posibles. Lo que pasó es que el escándalo del ocho mil y la coyuntura en sí impidieron la concreción de sus propósitos filántropos. Un hombre así no tiene nada de qué arrepentirse. En cambio, sus detractores sí le debemos una disculpa porque fue -y es algo que no entendemos- víctima de sus buenas intenciones.
Y como lo anunció, aquí está y aquí se quedó. Se quedó para desempeñar el cargo de todo expresidente que no tiene nada que hacer con los últimos años de su vida patriótica: dar lora en el opinadero de las cámaras y las emisoras. A fín de cuentas, si hemos tenido expresidentes poetas o artistas o taumaturgos, ¿por qué no soportar a uno que sea humorista? Colombia, felizmente, es el país de los contrastes...