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viernes, 18 de junio de 2010

¿QUIEN ESCRIBE PENSANDO EN DINERO? (II)

EL CASO DEL PERIODISTA

¿Se piensa en dinero mientras se escribe?
Claro que hay que llenar la nevera. ¿Quién escribe con el estómago vacío? Yo no soy capaz de empuñar la pluma con hambre. ¿Y desarrapado, malvestido? ¿O con la desvergueza de ver a sus seres queridos faltos de las condiciones básicas para sobrevivir? Es obvio que nadie: hay que subvenir las necesidades tanto personales como familiares. Eso está claro, es conveniente. Pero de ahí a determinarse pagar esos gastos con el dinero que la pluma pueda erogar es otra cosa.  Es una decisión temeraria, en el mejor de los casos, y una ambición prometeica, en el peor, porque incluso los grandes maestros de la literatura de todos los tiempos no se vieron remunerados sino hasta muy entrados en años, cuando la fama tocaba sus puertas.
Ahora bien: no es lo mismo ganar dinero como periodista que como escritor, aunque ambas actividades tengan en común los veintitantos caracteres del alfabeto. Quien afirme que vive de las letras por su labor periodística o por emplearse en un medio escrito, llámese revista o magazín o semanario, no sólo no contesta a la pregunta sino también dista de hacerlo, porque el periodismo, como las ingenierías o la abogacía, son profesiones establecidas que titulan a sus estudiantes para ejercerlas. El cartón los habilita. El escritor, por el contrario, no puede pronosticar la aceptación que logrará su obra y mucho menos si recibirá tanto dinero como quisiera. En literatura, la musa excluye el cálculo. Y nos vemos arrojados al huracán de la aceptación pública. El periodista, por otra parte, vive de las letras que un consejo editorial le obliga a poner diaria o semanalmente anclado al hecho periodístico. Y eso, por fuerza, no es literatura. Será acaso un buen artículo, ingenioso si se quiere, pero no literatura. Sólo contadas veces el periodismo se acerca a la literatura, y es en la crónica y el reportaje, donde hay tanto de invención como de realidad. El resto es simplemente artículos armados con la plantilla de las siete preguntas que se llena con nombres, expresiones y circunstancias que aseguren al lector. La página roja del periódico no es literatura, es sólo eso: una página roja. Y el dinero ganado por tal redacción es tan prosaico como el que gana un albañil o un obrero. Nada más.
Hay escritores que fueron periodistas, probablemente en su gran mayoría, lo que no quiere decir que tal aspecto sea una conditio sine qua non para el arte literario. Lo uno no implica lo otro, ni siquiera lo sugiere. Por eso algunos periodistas se dedican a la literatura, y cuando llegan a ella, a pesar de los años que lleven en la redacción, son tan novicios como cualquier fulano. Sólo entonces tendrá para ellos sentido la pregunta, antes no. No hay que arañar la epidermis. La experiencia del periodista, por fuerza, queda en el pórtico del templo de la literatura y se ingresa con la cabeza gacha y el temor reverente del iniciado. La musa, como los olvidados dioses de antaño, prueba los corazones para entregar sus atributos. Es pródiga si los encuentra dispuestos; si los halla incapaces simplemente no habla. Y la aspiración al dinero incapacita, porque nos obliga a ser complacientes. Y todo se soporta en el arte -incluso el mal arte tiene sus excusas- pero lo que no tiene perdón ni en el cielo ni debajo del cielo es la complacencia. Que el dinero ganado por las letras sea porque un lector se sienta cautivado por vos, o no habrá dinero. Pero los periodistas-escritores lanzan libros, celebran exposiciones y cosas así. De sus libros están atiborrados los anaqueles de moda, pero ya tendrán su pago. Así como se hablaba del falso profeta en la antiguedad, también es válido hablar hoy del escritor que no lo es o, en palabras para mí más cercanas, del escritor mediocre.
Cuando a David Hume, filósofo inglés, lo interrogaban sobre la suerte de un libro que no le gustaba, su respuesta no daba lugar a dudas: "Déjaselo a las llamas"...

jueves, 17 de junio de 2010

¿QUIEN ESCRIBE PENSANDO EN DINERO? (I)

MEDITACIONES ALREDEDOR DE UNA PREGUNTA CAPCIOSA
Hace unas noches, en el calor del Primer Encuentro Distrital de Literatura, lancé una pregunta que resultó ser -en palabras familiares- un detonante. En ese contexto, la respuesta era de esperarse. Tan sólo mentarla era una perogrullada. "¡Vaya pregunta!" pensarían muchos tratando de contener la carcajada. El murmullo que recorrió la sala confirmó la tentativa. Pero esa reacción y la respuesta que la siguió es lo que inicia esta serie de artículos porque una pregunta no es importante por lograr responderla sino por formularla de la manera correcta. La pregunta había que hacerla, precisamente porque comporta un antes y un después en aquel interesado en las Letras. Es ese tipo de preguntas que definen una trayectoria, un camino. Y responderla no es deber de una asamblea, sino de un individuo. Por eso hay que tomarse un tiempo para pensarla y otro para abarcarla. Para finalmente sugerir una respuesta. Tal respuesta es para mí y desde el instante en que yo la conteste será el faro de mis próximas exploraciones; la estrella rectora que, como los sabios de Oriente, me lleven a la cuna menesterosa del Rey de Reyes. Como era de esperarse, la pregunta tuvo, por economía de los tiempos, respuesta oportuna, y cada uno de los panelistas sustentó convincentemente su afirmación. Sustento basado en su trabajo como escritor. Pero, a su pesar, pasaron por alto un detalle: la pregunta no estaba dirigida tanto al panel como al auditorio; no estaba tanto para ser discutida por los panelistas como para ser propalada entre el auditorio. Y esa perspicacia, a mi juicio, es lo que suscitó el perogrullo. Y, por tanto, el consecuente murmullo que acompañó la respuesta.
Como decía, los panelistas sustentaron su afirmación. Su credibilidad no está en lo que de sí mismos puedan decir sino en su trayectoria como literatos y los premios y honorarios ganados por su pluma. Pero ellos son un después de, es decir, constituyen un futuro labrado en gran medida en un antes de, cuando nadie habría apostado un céntimo por su talento. Y es esa confusión de los tiempos lo que hace capciosa la pregunta, porque nadie en su sano juicio (salvo que sea un genio) puede decir que va a conseguir dinero inmediato por sus primeros tanteos gramaticales. Y esos son casos excepcionales y fugaces, como Louis Ferdinand Céline con su "Viaje al final de la noche" o Alberto Moravia con "Los indiferentes". Para alguien que en efecto se le pague por escribir, la pregunta tiene una respuesta inmediata, simultánea al respiro o al latido del corazón; un escritor profesional tiene derecho a su paga, pero -y es otro cariz que la pregunta provoca y está sujeto a polémica- la literatura no es una profesión.
La gran ventaja de las regiones artísticas es que yo, frente a una misma cosa, puedo decir sí o no y justificar ambas alternativas con argumentos suficientes. Para hacer justicia a una y otra postura presentaré diversos casos donde el dinero está íntimamente integrado a la pluma y otros donde sencillamente la ausencia del mismo es la regla. Y debe ser así para no caer en el error de la primera ojeada. No hay que arañar la epidermis. Si la literatura es -a mi parecer- un arte, el artista de la pluma, por responsabilidad consigo mismo, debe pararse frente a todos los escenarios posibles y decidir aquí y ahora en cuál se sentirá mejor, sin abjurar de su arte, dondequiera que lo lleve. Y para llevar a cabo tal juicio debe ser lo más sincero posible, y la primera sinceridad que nos presenta la musa es ésta: pensar ni consuela ni hace feliz. ¿Cuál es la prueba? De cada cien aspirantes a literatos, uno logra salir de la cloaca anónima y presentar una obra apenas digerible. Lo que me interesa en el transcurso de estos artículos no es él, sino los noventa y nueve restantes que no lograron matar al león, escribir aquella obra reveladora. Y de fracasos y decepciones, precisamente, es que se nutre el arte. William Ospina dice que la historia se interesa por los ganadores y el arte por los perdedores. Finalmente la profundidad de la pregunta consiste en interrogar a cada uno en qué lugar se sentirá quizá no feliz, sino menos miserable.