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jueves, 5 de agosto de 2010

¿QUIEN ESCRIBE PENSANDO EN DINERO? (V)

EL CASO DEL ACADEMICO

El académico literario es esa especie de coleccionista que se nutre de lo exhibido en las librerías. Es una biblioteca ambulante: todo lo ha leído y basta con recitar un pasaje para que con exactitud nos declare el autor y la obra. Es útil para los cazadores del plagio y los investigadores; inútil -pienso yo- para leer algo nuevo. Todo le parece ya escrito y difícilmente se esperaría de él su visto bueno sobre una obra inédita. El acervo editorial que preserva en su mente lo abruma, lo cierra a nuevas vías. Ignora que ese peso al que se obliga se construyó de ese modo: escritores de siglos pasados hicieron su aporte soportando el mugido incesante de estas vacas sagradas.

El escritor novel debe precaverse de su escrutinio, a menos que pretenda su anuencia. ¿Cómo descrestar una lectura universal? Pasa lo mismo que con un amigo rico: uno no sabe qué regalarle porque ya lo tiene todo. O una novia caprichosa: es difícil tenerla contenta. La creatividad del oficio se ve amenazada por los múltiples diques que tales vacas imponen a cualquier viso de autenticidad. Para ellos, en literatura ya se ha hecho todo y cualquier conato de originalidad resulta sospechoso. Son el corsé del arte, el freno de caballo, la señal de pare de las esquinas, los límites del mundo conocido. De haber sido por ellos, por el acertado criterio que instiga sus juicios, Colón nunca habría descubierto a América, Magallanes dado la vuelta al mundo ni Cervantes escrito el Quijote. De haber sido su decisión, habrían asesinado al primero, puesto en reclusión perpetua al segundo y amputado la mano al tercero, doblemente manco. Por ellos la historia se habría detenido en las fronteras indecisas de la Europa medieval, el arte fijado en los muros de la Capilla Sixtina y la literatura anquilosado en las páginas iniciales del Tirant lo Blanc. Y si alguien se hubiera atrevido a saltar su entretejida alambrada, seguramente de nuevo trazarían la cartografía de las Indias Occidentales, corregirían los planos de la Arabia Feliz y reescribirían a Shakespeare. Gracias a Dios no son críticos, aunque algunos -me consta- no resisten la arrogante ambición. Una biblioteca es buena en tanto pueda agregarse otro tomo, malo cuando nos aplasta. Así como Borges no pudo imaginar un mundo sin libros, yo no puedo imaginar ese mundo sin la posibilidad de añadir otro. Incluso más: sin la secreta ambición de urdir un mundo desde sus cimientos a partir de uno. El académico, la biblioteca empolvada por siglos de imprenta, es el eunuco de la literatura: resguarda los libros que no puede disfrutar. Es la mano estéril que muere a cada intento, como Grand. Es una pieza de arqueología viviente que subsiste gracias a su memoria ecuménica: es el Ireneo Funes de las Letras. Sólo les resta enseñar literatura en los colegios o universidades a otros despabilados que se interesan por la nota que les otorgará el cartón. Eso sí -y es un punto a su favor- son imprescindibles en las tertulias y en los encuentros: nada se les escapa. Son soportables en tanto se limiten a informar; insoportables cuando quieren opinar e infames si se deciden a criticar. Su lugar está en el aula y el mundo conservará su recato mientras no pretendan escapar de tal nicho.

No tengo nada en contra de los académicos: alguien tiene que hacer ese trabajo. Lo que quiero resaltar es el momento en que la Academia coarta la libertad creativa y para ello recurre a la memoria literaria. Cabe aclarar que hay una diferencia tajante entre académico y crítico: uno es pasivo y el otro es activo. Pero éste amerita un artículo separado.

miércoles, 7 de julio de 2010

¿QUIEN ESCRIBE PENSANDO EN DINERO? (IV)

EL CASO DEL PASTOR

Se predica por Dios o por las riquezas: no se puede servir a dos señores.

Sin prestar atención a los prejuicios tejidos a su alrededor, considero al ministerio evangélico el oficio más delicado y más serio. Delicado, porque se habla en nombre de Dios; y serio, porque tal palabra, como la divinidad, es definitiva. Es la palabra de Dios en boca de un hombre. Sin embargo, no ignoro lo que tales ministros han logrado especialmente en los últimos años: basta con pasar un domingo al mediodía por la 68 o por el Campín.

En esencia el oficio del pastor, como el del sacerdote, debe ejercerse por vocación: de otro modo, el peso que conlleva la obligación abrumaría a cualquier profano. Hay que nacer para eso. Es un llamado. De igual forma, no es directamente proporcional el éxito en el oficio con la prosperidad material. Este punto es más difícil de precisar, sobretodo para un hombre falto de fe. Para la cuestión que nos interesa (y no ahondar en circunloquios teológicos) el oficio del escritor se ejerce por vocación y es difícil decir si el éxito con la pluma es medible por las ventas de una obra aunque pudiera ser buena señal, incluso para tal artista. Si ese fuera el caso, si el escritor exitoso se midiera por ventas, entonces Harry Potter sería la mejor saga jamás escrita y su autora incontrovertible merecedora del Nobel. ¿Por qué no? Asímismo, los reportajes empastados por las editoriales sobre el secuestro, los narcos o cosas así que todo el mundo compra porque están de moda y adornan las mesas de centro de las salas, sería literatura. Y no es así. O, por lo menos, no es la literatura que yo busco o aspiro a leer. Ni la que deseo escribir, así obtuviera interesantes dividendos de ella. Este es el punto: se escribe por el arte o por las riquezas. A veces van juntas, a veces no. Dichoso el que así las halle, pero ¿desdichado será quien se encuentre al otro lado del igual? ¿Seremos menos escritores por no lograr dinero por la pluma o no encontrar quien nos publique? Esa es la pregunta pertinente a los inicios: de la respuesta depende un destino literario. Como el ministerio, el arte a su modo es primero una escuela de carácter antes que un medio para vivir. Así lo entiendo yo, y no podría explicármelo de otro modo. Como moisés, hay que golpear la roca para que broten las aguas amargas del Mériba.

L'art pour l'art ¿Recuerdan? ¿Cuándo dejó de ser esa sencilla premisa, premisa que fundó una escuela, su evangelio? Hay que escuchar a los grandes maestros: en sus inicios el dinero era la menor de sus preocupaciones. Como los pastores evangélicos (o por lo menos los que yo en alguna ocasión tuve la oportunidad de conocer) que iban por las casas hablando de Cristo sin recibir nada a cambio y que, pasado el tiempo y luego de mucho predicar, fueron llenando auditorios y convocando masas alrededor del mensaje cristiano, los escritores que yo admiro comenzaron escribiendo sin esperar nada a cambio y fue su talento el que les dio la guirnalda de la fama y el dinero. Pero fue una cosa y después la otra. Primero es dedicarse a un oficio y a otra actividad paralela para ganarse el pan. Y después dedicarse al oficio de tiempo completo porque eso le da para sustentarse sin pasar necesidades. Escritor de tiempo completo: esa es mi personal aspiración. Pero se logra por esa vía o por ninguna otra. Y es aquí donde ocurre la ambiguedad: así como hay pastores verdaderos, también hay falsos profetas con poder de convocatoria y escritores auténticos junto con escribidores que logran posicionar un libro mediocre en el primer lugar de las listas. ¿Cómo diferenciar uno del otro?

Escribir esta serie de artículos ha sido una tarea reconfortante: se desprende uno de muchas cosas y se despacha de otras. A decir verdad, pude haber dado mi veredicto desde el primero, pero quedarían muchas cosas pendientes, volando por ahí. Si hay quienes los lean (aunque no los comenten) llegarán a esa conclusión. Como lo escribió García Morente, lo interesante no es el final del camino, sino el camino en sí, el haberlo recorrido. De la misma opinión es Cavafis, aunque de un modo más poético, más grandioso. Ya me voy acercando al punto: dónde se reivindica literatura y dinero. Pero lo que antes era una serie de cuatro o cinco entregas, se me ha convertido en un itinerario que me tomará casi hasta final de año. Espero llevarlo a felíz término, como debe ser. De antemano les pido paciencia: paradójicamente, escribir no es algo en lo que tenga facilidad y los que han escrito relatos de gran envergadura saben que raras veces lo planeado coincide con el trabajo.

Igual ocurre en este caso.

miércoles, 30 de junio de 2010

UN PARENTESIS (parte 2)

POETAS Y POETASTROS

... y como necesariamente nos sobrepasa, como es engorroso hablar de él en la extensión de un artículo, me limitaré a decir que es una suerte de mesías, un cometa que rasga el cielo de cuando en cuando y nos deja un legado comprendido en unos cuantos poemas, suficientes para que otros artistas trabajen el campo señalado y que, de no haber sido por su clarividencia, nadie habría siquiera explorado.

Hay que hacer justicia a los tiempos: este siglo es esencialmente distinto a los otros. La sociedad de consumo ha estatuido una ética mercantil que consiste en comprar productos contínuamente, incluso si no se necesitan. Como la literatura se ha transformado en una industria, quienes se dedican al verso pueden vivir de lo que escriben siempre y cuando su obra se ajuste a un requerimiento editorial, requerimiento concebido desde la teoría calculada del merchandising. Hay, también, que hacer justicia a los vocablos: no todos los que escriben poesía son poetas. Ese es el punto: se trata de balancear una ecuación. Alguien puede escribir poemas, conseguir que los publiquen y hasta recibir regalías. ¿Eso lo hace poeta? Otro puede ganar concursos de poesía. ¿Eso también lo hace poeta? Sin demeritar el valor de los concursos y de quienes los ganan (en alguna ocasión nos veremos forzados por la necesidad o la vanidad a presentarnos a alguno) ni desestimar el triunfo de los que logran el alumbramiento de la publicación, diré que se debe ir más allá de los primeros indicios. Aunque nuestro siglo es esencialmente distinto a los anteriores, el arte es el mismo siempre, igual en todos. Del mismo modo, aunque somos artistas de nuestro tiempo, no necesariamente debemos buscar lo que éste nos imponga. Es cuestión de perspectiva. Aquí es donde entran en juego ambos vocablos. ¿Quién en nuestro tiempo es poeta? Evidentemente, el que escribe poesía: la prueba son sus libros publicados y los concursos ganados. Pero ¿lo será mañana? La prueba será si sobrevive al olvido. "El tiempo es un sepulturero ecuánime: entierra en una misma fosa a los criticastros y a los malos autores" escribe Ingenieros. Para los intereses de este artículo, cambiaría el criticastro por poetastro y la idea no variaría. ¿Los poetas escriben por dinero? Para mí es inconcebible la idea porque implica dos engaños imposibles: a la musa y a uno mismo. Pero puede darse el caso: entonces aparece el poetastro.

Como en las comedias de Moliere, el poetastro se presenta en los últimos actos cuando de él se ha hablado lo bastante desde la primera escena. ¿Cómo lo imagino? Como un tipo ridículamente bajo perdido en una gabardina marrón con anteojos grandes y redondos, una boina de los años treinta y la infaltable bufanda. Se precia de escribir según el dictado de Erato cuando nunca la escuchó o decidió taparse los oídos con cera para evitar sus justificadas reconvenciones. Va de tertulia en tertulia, de festival en festival o cuanto encuentro literario figure en la guía del ocio exhibiendo premios ganados a punta de embustes versificados granjeándose la admiración general por una que otra agudeza. Como son buenos prosistas, en ocasiones escriben para alguna revista logrando cierta influencia en el medio intelectual, influencia que les servirá para el siguiente concurso. Son fáciles de identificar: sus versos exaltan lo consabido y declaman lugares comunes. Es poesía de cliché. Pero ellos son los que dominan: es el clima de la mediocridad poética. Tienen su cuarto de hora, como el ángel caído tendrá su milenio de libertad. ¿Y después? Basta con que encuentre otra afición más gratificante para que su arte sea archivado. Mientras tanto, a la vera de este escenario dantesco, se encuentra el poeta escribiendo en la proscripción los versos que renovarán su era y le darán un lugar en la posteridad. Viven ignorados para el hoy pero vigentes para el mañana. Y, en este aspecto, todos los siglos son iguales: los artistas eximios están condenados a ser celebrados así no reciban un céntimo por su obra, como suele pasar. Los titulados en Literatura o la han estudiado o están estudiándola deberían preguntarse cómo publicaron los poetas de siglos pasados, cuando la literatura no era una industria y los periódicos apenas tres páginas de imprenta. ¿Cómo publicaron? Y, sobretodo, ¿cómo llegaron hasta nosotros?

Los que sonríen cuando pregunto por el dinero en este arte deberían pensar en esto: si de buscar fortuna se trata, hay medios más económicos y maneras más rentables de conseguirlo. ¿Quieren dinero? ¿Quieren fortuna y fama? Entonces háganse actores, cantantes o modelos: eso es glamour y tener plata y admiración. En este aspecto, pasa lo mismo que con los pastores evangélicos: no hay que perder la perspectiva del llamado. O se predica por Dios o por las riquezas. Y ese es el tema del siguiente artículo...

miércoles, 23 de junio de 2010

UN PARENTESIS (parte 1)

EL POETA QUE SE RESISTE A SERLO

Confieso dos envidias: hacia el hombre por su mujer y hacia el poeta por su arte. Una es curable, la otra no. En ocasiones a ellas nos vemos obligados a raptarlas de los brazos fríos y sin pasión de otro hombre, pero al poeta no le podemos robar aquella mujer abstracta que alimenta su oficio. Sostengo, en consecuencia, que escribir poesía es el oficio más complicado de la literatura. Y tengo la prueba.

El presente artículo sólo es interesante por esto: lo amerita un hombre cetrino cuyo aire de postergación le cuelga las preseas que tal vez el mundo en sus encorsetadas instituciones culturales le negaron. Me acerco a él (hace años que no lo veo) por la herramienta desconcertante del recuerdo y, pasado el tiempo, las facciones agudas de su rostro y su mirada calma comienzan a desgajarse de mi memoria, a deshacerse entre rostros y miradas de un ayer convulso. De él conservo apenas un poema inacabado que nos permitió ver en una tertulia con la siempre conveniente disculpa de no estar listo. A mi parecer, estaba equivocado: ese poema lo reflejaría cada vez que lo leyera porque -sin conscientemente quererlo o queriéndolo inconscientemente- quedó plasmado en sus propios versos, a los cuales simultáneamente sirvió de artífice y creador.

Declararlos sin su expresa autorización sería una traición o un despilfarro, por eso me limitaré a indicarlos. Comparar una obra, sin importar el género, es muestra anticipada de pedantería y tal labor corresponde al crítico, al eunuco de la literatura; por eso me restringiré a dibujar sensaciones y sentimientos de oídas. Pero una cosa sí me permito: Yonny Vanegas es el ejemplo viviente de un poeta que se resiste a serlo, de aquellos artistas insatisfechos con su obra que se condenan a romper el jarrón una y otra vez porque no alcanzan la plenitud en el ejercicio de la arcilla; y si la poesía en lo provenir ha de tener una renovación, será por esta especie de artistas que se nutren no de la Academia ni de los espesantes tratados de los teóricos, sino de la misma sustancia humana que padecen, que como el catoblepas, el animal que Borges recrearía en su Manual de zoología fantástica, tienen que devorarse a sí mismos para escribir versos que los expresen contundentemente, sin lugar a dudas. Tal especie de artistas -exótica y por lo mismo escasa- contienen los ingredientes existenciales para llevar al arte a otro nivel, para señalar los nuevos horizontes a los que otros navegantes deberán enrumbar sus navíos, porque allí soplarán los promisorios vientos del mañana.

Sus versos respiran porvenir. No se parecen a otros que haya leído y en cada uno se siente el empuje insistente de la imagen. La insinuación es su palabra definitoria. Hablo no como escritor, sino como lector: con palabras ordinarias construye imágenes extraordinarias. Y es ahí, en mi opinión de lector, donde radica su fuerza y es sello de su indiscutible talento: sacrifica la arquitectura poética en aras de lo íntimamente comunicable. En el único poema que de él guardo no está la escuadra ni el compás del poeta que desde la escuela hemos aprendido a leer. Son oraciones ordenadas en jornadas que se acercan al acto poético y dejan que el sentimiento las explore, las paladee, las disfrute en su individualidad gustativa y digiera la perla de gran precio. Es una poesía de imágenes y sensaciones expresadas en forma sencilla. Si dijera que su genialidad consiste en el texto, mi juicio sería incompleto y fácilmente rebatible. Consiste, además, en cómo llegar a su conformación. Y eso sólo yo y unos cuantos lo sabemos: tuvieron que pasar meses para presentarlo y decir que todavía no estaba acabado. Un gran artista no es aquel que vende muchos libros ni está a la moda (salvo algunas excepciones) ni siquiera es aquel capaz de estar en labios de muchos: si ese fuera el caso, la literatura de superación personal, de autoayuda o lo que proviene de Oriente nos habría aniquilado. Un gran literato no se conoce tanto por terminar una obra, sino por la forma en que llegó a ella y cómo la terminó. Y ese es el caso de Yonny Vanegas. A primera vista puede parecer que perdió mucho tiempo eslabonando frases y frases, pero el punto final del poema lo redime de los juicios crasos. Hablando no como lector, sino como escritor, en cada jornada se ve el tachonazo, el borrón, el papel arrugado entre las manos porque la sensación no se deja aprehender por la tinta, las horas arduas de una pieza sencilla a primeras luces... sólo quien ha padecido las horas penosas de la composición puede dar fe de ello. Y al final, como él mismo lo expresó aquella tarde que lo hizo público a cinco contertulios, el resultado fue la misma insatisfacción que lo espoleó durante el proceso. Particularmente aprendí que a uno siempre lo acompañará en sus vigilias creadoras la insidiosa sospecha de hacerlo mejor.

El poeta que se resiste a serlo: el poeta que siente el abrumador peso de llamarse a sí mismo poeta. Quien conoce el vasto contenido de tal denominador y no se cree digno del nobiliario título. "Por eso tienes que ser tú" le declara el emperador Marco Aurelio al general Máximo en la conocida película Gladiator. Por eso tiene que ser él -el poeta que desde sus entrañas aspira a serlo pero detesta que el vulgo así lo llame, como si ya hubiera alcanzado el pináculo de su labor creadora- aquel que dirija a las generaciones emergentes de aspirantes a poetas para que el arte se renueve y se refresque. No creo tanto en su talento como en su capacidad de autocrítica y autocorrección. Y es así como se forman los maestros de todos los tiempos, porque el genio necesariamente nos sobrepasa...

domingo, 20 de junio de 2010

¿QUIEN ESCRIBE PENSANDO EN DINERO? (III)

EL CASO DE LOS POETAS
¿El dinero está presente mientras se escribe?
Probablemente sea, en el mundo de la literatura, el poeta el individuo más miserable que exista. No sólo debe exponer su trabajo al gusto público y esperar su anuencia sino también lidiar con el gusto propio en una tarea que produce poco y espera mucho. Eso explica por qué la industria editorial los ignora, apeteciendo los otros géneros. Un prosista -llámese novelista o cuentista- puede abrigar la esperanza de vivir de sus letras, pero un poeta que comparta semejante ambición es apenas comparable a un mendigo o a un idiota. Por eso los poetas escasean o se dedican a otras tareas para subsistir. El oficio del poeta es doblemente difícil: antes de pensar en los otros -el gran público- debe pensar en sí mismo y tejer versos que no lo defrauden. Apenas termina un poema, debe leerlo dos o tres veces, luego leerlo en voz alta saboreando el ritmo, la cadencia, la métrica, la dicción...es difícil, lo repito, quedar plenamente satisfecho con el verso terminado: siempre se queda con la sospecha de hacerlo mejor. Cuando se decide a presentarlo, lo hace entre unos cuantos amigos que lo conocen bien para que su cariño fraterno compense las falencias del verso y el vuelo alígero de la inspiración primera.
Uno escribe poesía para el disfrute propio, muchas veces para soltar la mano y dejar en un papel perdible aquello que no precisaría leerse en una tertulia; otras, no menos santas, para alguna muchacha que nunca sabrá apreciarlos. Acaso sean versos flamígeros como los de Machado o Martí, delicados como los de Silva, juveniles como los de Neruda en su archiconocido poema... pero ninguno de ellos tuvo en mente ponerlos en circulación y mucho menos cobrar por escribirlos: la poesía es un arte secreto que, pasado el tiempo y madurado el criterio, se vuelve proscrito. La poesía está destinada al cajón del escritorio: por pudorosas razones, éste no debiera abrirse. Es por esto que hay poetas que se resisten a serlo y detestan que así los llamen. En mi opinión, hacen bien. Causa simpatía la imagen de un poeta que peregrina por las editoriales con un texto torpemente mecanografiado: su actitud es antinatural. Los versos de los que es capaz están destinados a la posteridad, la gaveta o la basura. En poesía, especialmente, no hay términos medios. ¿En qué momento piensa en dinero? Para un poeta, la sola insinuación es repudiable. Y tiene que serlo, porque su trabajo es inspirado. Se debe hablar como los grandes y hurgar en el sentimiento para que las palabras, como un pozo petrolero, estallen de súbito y conformen el poema. Es curioso: los poetas que hoy celebramos, publicaron por diversas razones, menos por las financieras. El caso que me viene a la mente es Jorge Isaacs: aunque su obra no es propiamente poética, su destino sí que lo fue. Después de enriquecer a muchas editoriales con su María, sólo recibió algunas regalías que no pagaron un entierro decoroso.
Por eso el poeta no busca lucrarse de su talento. En literatura, el caso del poeta es la apuesta más alta. Se deja todo sobre la mesa a sabiendas que la ruleta es caprichosa. Entonces ¿cómo es posible la poesía si no se paga a ella misma? O una pregunta más seria, definitiva: ¿es pensable un poeta de tiempo completo? Personalmente, no he visto el caso. Pero es posible. ¿Cómo? Solamente de un modo: por el genio. ¿Es pensable un genio poético? Personalmente, sí he leído el caso. ¿Dónde? Hay que ver los anaqueles de poesía de las librerías y apreciar las obras inmortales. Pero incluso el genio no está exento de las dificultades prosaicas de sus cofrades, los prosistas. ¿Por qué? Porque ni siquiera el genio poético puede lograr un consenso. ¿Cómo es eso posible? Volvemos a mirar los anaqueles: hay simpatizantes y detractores de tales obras. En este escenario nada apocalíptico el poeta está sentenciado a pasar inadvertido con su obra torpemente mecanografiada y, en el mejor de los casos, guardarla para una mejor ocasión. A veces los publican, claro...

viernes, 18 de junio de 2010

¿QUIEN ESCRIBE PENSANDO EN DINERO? (II)

EL CASO DEL PERIODISTA

¿Se piensa en dinero mientras se escribe?
Claro que hay que llenar la nevera. ¿Quién escribe con el estómago vacío? Yo no soy capaz de empuñar la pluma con hambre. ¿Y desarrapado, malvestido? ¿O con la desvergueza de ver a sus seres queridos faltos de las condiciones básicas para sobrevivir? Es obvio que nadie: hay que subvenir las necesidades tanto personales como familiares. Eso está claro, es conveniente. Pero de ahí a determinarse pagar esos gastos con el dinero que la pluma pueda erogar es otra cosa.  Es una decisión temeraria, en el mejor de los casos, y una ambición prometeica, en el peor, porque incluso los grandes maestros de la literatura de todos los tiempos no se vieron remunerados sino hasta muy entrados en años, cuando la fama tocaba sus puertas.
Ahora bien: no es lo mismo ganar dinero como periodista que como escritor, aunque ambas actividades tengan en común los veintitantos caracteres del alfabeto. Quien afirme que vive de las letras por su labor periodística o por emplearse en un medio escrito, llámese revista o magazín o semanario, no sólo no contesta a la pregunta sino también dista de hacerlo, porque el periodismo, como las ingenierías o la abogacía, son profesiones establecidas que titulan a sus estudiantes para ejercerlas. El cartón los habilita. El escritor, por el contrario, no puede pronosticar la aceptación que logrará su obra y mucho menos si recibirá tanto dinero como quisiera. En literatura, la musa excluye el cálculo. Y nos vemos arrojados al huracán de la aceptación pública. El periodista, por otra parte, vive de las letras que un consejo editorial le obliga a poner diaria o semanalmente anclado al hecho periodístico. Y eso, por fuerza, no es literatura. Será acaso un buen artículo, ingenioso si se quiere, pero no literatura. Sólo contadas veces el periodismo se acerca a la literatura, y es en la crónica y el reportaje, donde hay tanto de invención como de realidad. El resto es simplemente artículos armados con la plantilla de las siete preguntas que se llena con nombres, expresiones y circunstancias que aseguren al lector. La página roja del periódico no es literatura, es sólo eso: una página roja. Y el dinero ganado por tal redacción es tan prosaico como el que gana un albañil o un obrero. Nada más.
Hay escritores que fueron periodistas, probablemente en su gran mayoría, lo que no quiere decir que tal aspecto sea una conditio sine qua non para el arte literario. Lo uno no implica lo otro, ni siquiera lo sugiere. Por eso algunos periodistas se dedican a la literatura, y cuando llegan a ella, a pesar de los años que lleven en la redacción, son tan novicios como cualquier fulano. Sólo entonces tendrá para ellos sentido la pregunta, antes no. No hay que arañar la epidermis. La experiencia del periodista, por fuerza, queda en el pórtico del templo de la literatura y se ingresa con la cabeza gacha y el temor reverente del iniciado. La musa, como los olvidados dioses de antaño, prueba los corazones para entregar sus atributos. Es pródiga si los encuentra dispuestos; si los halla incapaces simplemente no habla. Y la aspiración al dinero incapacita, porque nos obliga a ser complacientes. Y todo se soporta en el arte -incluso el mal arte tiene sus excusas- pero lo que no tiene perdón ni en el cielo ni debajo del cielo es la complacencia. Que el dinero ganado por las letras sea porque un lector se sienta cautivado por vos, o no habrá dinero. Pero los periodistas-escritores lanzan libros, celebran exposiciones y cosas así. De sus libros están atiborrados los anaqueles de moda, pero ya tendrán su pago. Así como se hablaba del falso profeta en la antiguedad, también es válido hablar hoy del escritor que no lo es o, en palabras para mí más cercanas, del escritor mediocre.
Cuando a David Hume, filósofo inglés, lo interrogaban sobre la suerte de un libro que no le gustaba, su respuesta no daba lugar a dudas: "Déjaselo a las llamas"...

jueves, 17 de junio de 2010

¿QUIEN ESCRIBE PENSANDO EN DINERO? (I)

MEDITACIONES ALREDEDOR DE UNA PREGUNTA CAPCIOSA
Hace unas noches, en el calor del Primer Encuentro Distrital de Literatura, lancé una pregunta que resultó ser -en palabras familiares- un detonante. En ese contexto, la respuesta era de esperarse. Tan sólo mentarla era una perogrullada. "¡Vaya pregunta!" pensarían muchos tratando de contener la carcajada. El murmullo que recorrió la sala confirmó la tentativa. Pero esa reacción y la respuesta que la siguió es lo que inicia esta serie de artículos porque una pregunta no es importante por lograr responderla sino por formularla de la manera correcta. La pregunta había que hacerla, precisamente porque comporta un antes y un después en aquel interesado en las Letras. Es ese tipo de preguntas que definen una trayectoria, un camino. Y responderla no es deber de una asamblea, sino de un individuo. Por eso hay que tomarse un tiempo para pensarla y otro para abarcarla. Para finalmente sugerir una respuesta. Tal respuesta es para mí y desde el instante en que yo la conteste será el faro de mis próximas exploraciones; la estrella rectora que, como los sabios de Oriente, me lleven a la cuna menesterosa del Rey de Reyes. Como era de esperarse, la pregunta tuvo, por economía de los tiempos, respuesta oportuna, y cada uno de los panelistas sustentó convincentemente su afirmación. Sustento basado en su trabajo como escritor. Pero, a su pesar, pasaron por alto un detalle: la pregunta no estaba dirigida tanto al panel como al auditorio; no estaba tanto para ser discutida por los panelistas como para ser propalada entre el auditorio. Y esa perspicacia, a mi juicio, es lo que suscitó el perogrullo. Y, por tanto, el consecuente murmullo que acompañó la respuesta.
Como decía, los panelistas sustentaron su afirmación. Su credibilidad no está en lo que de sí mismos puedan decir sino en su trayectoria como literatos y los premios y honorarios ganados por su pluma. Pero ellos son un después de, es decir, constituyen un futuro labrado en gran medida en un antes de, cuando nadie habría apostado un céntimo por su talento. Y es esa confusión de los tiempos lo que hace capciosa la pregunta, porque nadie en su sano juicio (salvo que sea un genio) puede decir que va a conseguir dinero inmediato por sus primeros tanteos gramaticales. Y esos son casos excepcionales y fugaces, como Louis Ferdinand Céline con su "Viaje al final de la noche" o Alberto Moravia con "Los indiferentes". Para alguien que en efecto se le pague por escribir, la pregunta tiene una respuesta inmediata, simultánea al respiro o al latido del corazón; un escritor profesional tiene derecho a su paga, pero -y es otro cariz que la pregunta provoca y está sujeto a polémica- la literatura no es una profesión.
La gran ventaja de las regiones artísticas es que yo, frente a una misma cosa, puedo decir sí o no y justificar ambas alternativas con argumentos suficientes. Para hacer justicia a una y otra postura presentaré diversos casos donde el dinero está íntimamente integrado a la pluma y otros donde sencillamente la ausencia del mismo es la regla. Y debe ser así para no caer en el error de la primera ojeada. No hay que arañar la epidermis. Si la literatura es -a mi parecer- un arte, el artista de la pluma, por responsabilidad consigo mismo, debe pararse frente a todos los escenarios posibles y decidir aquí y ahora en cuál se sentirá mejor, sin abjurar de su arte, dondequiera que lo lleve. Y para llevar a cabo tal juicio debe ser lo más sincero posible, y la primera sinceridad que nos presenta la musa es ésta: pensar ni consuela ni hace feliz. ¿Cuál es la prueba? De cada cien aspirantes a literatos, uno logra salir de la cloaca anónima y presentar una obra apenas digerible. Lo que me interesa en el transcurso de estos artículos no es él, sino los noventa y nueve restantes que no lograron matar al león, escribir aquella obra reveladora. Y de fracasos y decepciones, precisamente, es que se nutre el arte. William Ospina dice que la historia se interesa por los ganadores y el arte por los perdedores. Finalmente la profundidad de la pregunta consiste en interrogar a cada uno en qué lugar se sentirá quizá no feliz, sino menos miserable.