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domingo, 18 de noviembre de 2007

¿REINADO NACIONAL?...

Moraleja: no hay tragedia tan vehemente ni desastre lo suficientemente lamentable como para frenar la realización del Concurso Nacional de la Belleza. Así como ocurrió hace una veintena de años atrás, igualmente volvió a suceder: ni la toma del Palacio de Justicia ni Armero pudieron detener el rentable comercio que unos cuantos fraguan en nombre de una nación. Para Raimundo Angulo, ninguna de las desgracias nacionales fue, es y, por lo visto, será, argumento suficiente para postergar el sainete en traje de baño y bordado en lentejuelas que año tras año, aprovechando el aniversario de La Heróica, nos ha obligado a soportar. Para él y los de su especie ni el asesinato de los diputados secuestrados ni las tragedias invernales de los últimos meses (tragedias que suceden en su vecindario, muy cerca suyo) son razones válidas para dejar de celebrar su trillado certamen que, a la sazón, invade por once días los titulares de las noticias.
Raimundo Angulo -y es un mérito que no podría negársele- por luengos años ha montado un mecanismo de reloj tan bien concebido alrededor del concurso de belleza que es impensable que otra persona o grupo de personas pueda hacerle parangón: el concurso de barriada paralelo al suyo es apenas una gentil cortesía que le permite al pueblo cartagenero o una inusitada desverguenza de los de abajo que, a la postre, es inevitable. Tiene de político la habilidad manipuladora de congregar una cohorte de lacayos que con sus diseños de moda y su capacidad publicitaria le dan ese aire de prestigio a su negocio, y de comerciante el talento indiscutible de conocer lo que más agrada a un público consumidor preponderantemente masculino: las mujeres. Si es culpable de algo, si acaso se le puede imputar alguna acusación, no es menos culpable que aquel aburrido televidente que posibilita la puesta en escena de las niñas que buscan empleo en el oligopolio televisivo a través de la mejor hoja de vida que podrían presentar: su cuerpo sinuoso ejercitado en gimnasios y moldeado por mano de obra quirúrgica -eso sí- bien pagada. Es él -el televidente- que pide tales entretenciones para pasar el mal sabor de nuestra realidad nacional.
Y es que en Colombia hay un reinado para todo. Ya es perogrullo decir que Colombia es el país de los reinados. Del mango, del aguacate, de la panela... cada cosa tiene su reina y cada vaina, por más insignificante que parezca, eleva su importancia con un reinado. Pero si es cierto que hay tantos reinados, no es menos cierto que hay un público detrás de ellos procurándose la distracción suficiente para olvidar momentáneamente las dificultades que atravesamos. El encanto femenino que muestran los municipios en pasarelas improvisadas, ccomo una exhibición de caballos, es a su vez aprovechado por gamonales que saben, como Raimundo, extraer una ganancia nada despreciable de un espectáculo farandulesco. No es difícil averiguarlo, tampoco lo es ignorarlo: cuantiosas sumas de dinero son transadas por patrocinadores buscando posicionar su producto en el rostro de las candidatas o en sus ojos o en sus uñas y de esa mercadería, además de ellas, sólo unos pocos sacan provecho. Paradójicamente hay un público -los televidentes- que se muestra feliz por sentise parte de algo; ese algo de lo que cree sentirse parte, lo ayuda a sobrellevar los terribles malestares del clima que en carne viva y ante la indiferencia de todos debe padecer. "Que se inunde la casa -piensan- incluso que el río nos arrastre: mientras sirva el televisor todo estará bien".
Hace mucho se dijo que la religión es el opio del pueblo. Y, como los tiempos cambian, es de esperarse que con ellos su opio también. Cabe imaginarse, en ese orden de ideas, a un rescatista de la Defensa Civil en plena lidia con el crecido Magdalena: con una mano -y su cuerpo pendiendo de una soga- jalona a su rescatado y con la otra, muy pegado a la oreja, sostiene un pequeño radio expectante del fallo del jurado por saber quién será la nueva soberana de los colombianos...

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