contador web

Seguidores

martes, 10 de junio de 2008

ESCRITOS PROHIBIDOS (V)

En la juventud, el hombre no busca tanto a una mujer para la casa como para la cama. Es una cuestión de piel: lo que importa es subvenir a las necesidades de la carne. En la juventud, todos los placeres son auténticos como verdaderos son los dolores. Es donde se conoce al amor sin la máscara de lo conveniente, del deber ser; por eso el romántico es siempre juvenil. Las mujeres de la vida modelan, van de aquí para allá llevando en su piel ese sabor disfrutable sólo por paladares sibaritas. Quien no ha amado a una en esta etapa, no espere amarla en las posteriores: la experiencia no es más que una convención consoladora que hombres cargados de años han elaborado para reconfortarse de su miserableza. Por eso nuestro interés se dirige a las deportistas, a las mujeres saludables y frescas. Nuestra melancolía quiere descansar en la rotundidad de sus pechos, beber de sus fuentes cristalinas, diáfanas. La alegría inocente, aquella que no ha sufrido la corrupción de una moral envejecida: esa es la mujer que se busca. La mujer con la que fantaseamos en nuestras lúbricas noches sin sueño, en el abismo de nuestra soledad oscura. Cada mujer lleva en su sonrisa el refrescante saludo de una brisa veraniega, en sus ojos la luz iridiscente de una mañana colmada de sol. Y de esa brisa y de esa luz nosotros, los solitarios, estamos hambrientos.
Noches de Hungría, noches de bohemia: esa es nuestra gloria. Música que retumba, que invita a las caderas a hacerse a la pista. Y en la pista está ella: la mujer de la consolación. No exigimos de ella más que la sacramental mentira de callarlo todo y llenarnos con sus embustes. Lo demás es baladí. Hundirnos en el ocaso dulce de un cuarto de hotel sumergidos entre sábanas blancas abrazados a nuestro virginal ensueño: eso es todo lo que pedimos. Y olvidar, sin demandar nada más. Que la noche nos trague, que todo termine allí con ella, que las llamas del infierno nos alcance en nuestra gran victoria, la última. O que todo vuelva a comenzar. Que el reloj de arena, la clepsidra de los oradores antiguos, dé vuelta y todo retorne a su habitual aburrimiento. Da igual. Como el deseo, los apetitos son insaciables.
Para quien no busca preservarse a sí mismo, todas las noches son atroces e implacables las madrugadas. Es preciso sustraerse del juicio autoinflingido de la conducta, huir del fiscal de la conciencia. La defensa: todo se subordina a ella, la mujer de nuestro mórbido sentimiento. Mórbido porque cada beso nos obliga a buscarlas una y otra vez para saciar la sed; porque sus gestos, el sutil movimiento de sus ojos y el ligero contoneo de sus caderas al caminar nos lleva a extrañarlas, a pensarlas con encendida pasión. Se clavan en nuestro pensamiento y su rostro se hace inolvidable, como el Zahir. Más que a la mujer de carne y hueso, amamos al fantasma que el corazón elabora en torno a ella. Amamos la abstracción, la idea. Por eso una vez la tomamos, de súbito nos desencantamos. No hay más fidelidad que al amor inasible, el vedado por la circunstancia. ¿Qué hacer? Ir tras las mujeres de la vida y armar como un rompecabezas la que el sentimiento demanda. Vivir en el momento, amar en el momento. Negar al corazón cualquier vestigio de felicidad que alguna mujer suponga. Huir de aquella que provoque algo más que el delirio sensual: eso sería lo saludable. Y entregarse a muchas, similar a Orfeo cuando fue destrozado por las amazonas. Un suspiro que delate la ausencia de la mujer amada vale más que todas las cartas de amor; una mirada que insinúe tal pasión vale más que el expedito contrato matrimonial fraguado ante una caterva de mojigatos, pretenciosos e hipócritas de la moral. Por eso somos amantes: porque somos destinatarios del vacío.

Hasta ahí...

No hay comentarios: