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miércoles, 28 de septiembre de 2011

EL CASO GARCÍA MÁRQUEZ (O DE LA BIENAVENTURANZA NO QUERIDA)

PARTE I

LA ESPERANZA DE LLEGAR A NINGUNA PARTE

Sobre Gabo se ha escrito bastante y por plumas con mayor autoridad que yo, de manera que cualquier nota que lo nombre o por lo menos lo aluda implica redundar o apologizar innecesariamente. Para un escritor que ha alcanzado la gloria y pueda decir que dejar de escribir no le ha cambiado la vida, lo que se diga o se deje de decir ni le quita ni le pone al enorme monumento que constituye su obra. Para nuestro propósito, esta serie de artículos pretende comentar esa actitud exótica y poco vista con la que el nobel encaró su arte personal y de la cual adolecen nuestros prospectos actuales, que es el aprender a renunciar.

Aprender a renunciar en mis palabras, o aprender a morir a sí mismo. A no esperar nada, a desatender a los reclamos del ego, a descender a las tinieblas de la soledad y transitar por las riberas desoladas de la incertidumbre, a asomarse a los abismos del anonimato sin sentir el vértigo de la depresión pisándonos el calcañar; a caminar por las sendas de los muertos y experimentar en la carne el escalofrío de una existencia desperdiciada en aras de un Ideal artístico, de una ambición personal. Solamente quien lo ha vivido puede confesarlo. Y es en esta perspectiva en que sitúo a uno de nuestros más caros arquetipos porque -como él mismo lo declaró en alguna entrevista- todos quieren ser el Gabriel García Márquez de hoy, el homenajeado, celebrado y galardonado, pero nadie quiere ser aquel hijo del telegrafista de Aracataca que tuvo que venir a congelarse en la nevera bogotana para estudiar Derecho y descubrir que lo único que quería hacer era escribir no para consagrarse en la literatura universal, sino simplemente para que sus amigos lo quisieran más.

He ahí al escritor. Alguien dijo que entre más universal se quisiera ser, más provinciano se tendría que escribir. Ante la hoja en blanco caen desmirriadas las aspiraciones a la fama como las promesas de riqueza. Víctor López Rache: "Tener fe en el arte de la creación es desobedecer en silencio y partir con la esperanza de llegar a ninguna parte". Llegar a ninguna parte. Si esa fuera la premisa de la Literatura, si se colgara este letrero en las puertas de las facultades de arte como los griegos grababan en piedras el nosce te ipsum que sacudió a Sócrates, ¿cuántos literatos y profesores de literatura tendríamos? O mejor, ¿cuántos se decidirían por las Letras? Pero volvamos a Gabo: escribir bien para que sus amigos lo quieran más. Esa era su mayor aspiración y su radical lucha. Y me consta su sinceridad: La tercera resignación, su primer cuento, está apuñalado por el deseo de seducir a un círculo cercano. Lo que no previó en su momento es que ese círculo se iría ensanchando hasta trascender las generaciones. Suerte de genios e iluminados. Pero no es necesario el genio: basta simplemente con ser sincero y manejar hábilmente las herramientas de las que se dispone. Nada más se necesita: es propio de aficionados y parapocos montar un andamiaje palabrero para expresar una idea sencilla con el ánimo de pasar por cultos. ¿Lo entienden los escritores actuales? ¿Y los emergentes? Basta con leer una cuartilla para olisquear su procedencia: Taibo II o Cortázar, en cuento. Arte emulador. ¡Cuanto cuesta encontrar su propia voz en una cabeza inundada de ecos magistrales! Nadie está exento de la emulación. Borges alguna vez declaró que la emulación es la etapa primitiva del oficio. Pero hay que pasar al siguiente nivel y no dejarse ahogar por la excesiva reverencia a los maestros. Por eso en ocasiones me sorprende que me pregunten para quién escribo. Nunca he pensado a qué tipo de público deseo llegar: mi fe me dicta que el lector encuentra a su autor. Y escribo lo que quisiera encontrar escrito. Nada más me afana. De nuevo: llegar a ninguna parte zarpando de lo desconocido. Velas desplegadas por el hálito ensoñador de la satisfacción propia, que es el verdadero sustento de la vocación literaria. Como Cristobal Colón, que estuvo dispuesto a ser tragado por el mar asido de una convicción teórica. No le importó caerse en el desbarrancadero del fin del mundo a cambio de probar que tenía razón. Y de tales quimeras también consiste la Literatura. Cuando se comienza a escribir no se piensa ni en aplausos, ovaciones o galardones; mucho menos se piensa en dinero. Se piensa en eso, simplemente: en escribir. Lo demás es accesorio, sofisticaciones ajenas al oficio. La vocación por las Letras no se compra: se escribe con la esperanza de urdir un mundo desde sus cimientos y que éste, por el prodigio exclusivo del arte, aspire a la realidad. Que lo que no es, pueda ser o sea posible. Verosímil. Engañar con elegancia o, como Sergio Ramírez escribe, "mentir con aplomo". Gabo empuñó la pluma con la misma inocencia con que un niño juega a los dados o los cavernícolas arañaban las rocas. Y los trazos agrafados paulatinamente lo sedujeron hasta hacerse uno con él, hasta enamorarlo, hasta que no pudo hacer otra cosa que continuar entintando folios y folios. Partió a ninguna parte y se topó, como Colón, con su América: Macondo.

2 comentarios:

Carlos Gamissans dijo...

Un artículo interesante. Me ha gustado lo que he leído del blog, que he descubierto gracias a la red de Falsaria. Será un placer seguirte.

Saludos de parte de un amante de las letras.

Gabriel Rodríguez-Páez dijo...

Bienvenido, Carlos, a este espacio que también es de vos. Un placer tenerlo por aquí.