contador web

Seguidores

miércoles, 13 de febrero de 2008

EL INFIERNO, SEGUN BENEDICTO XVI

"Bebí un famoso trago de veneno, ¡tres veces bendito el consejo que tuve¡ Mis entrañae me queman. La violencia de la ponzoña retuerce mis miembros, me deforma, me derriba. Me muero de ser, me ahogo, no puedo gritar. ¡Es el infireno, el castigo eterno! ¡Miren cómo se eleva el fuego! Ardo como es debido. ¡Ve, demonio!
La visión poética de Arthur Rimbaud del infierno en su NUIT DE L'ENFER (Noche de infierno) ha sido ampliamente corroborada por el Santo Padre en los últimos días. Según sentencia el inquisidor: "El infirno sí existe y está lleno". El inquisidor ( porque el Santo Oficio de la Inquisición, para seguir operando, cambió su denominación empresarial al más moderado y menos escandaloso nombre de Congregación para la Doctrina de le Fe, orden en la que Joseph Ratzinger desde 1981 ejerció como prefecto) revive así una discusión tanantigua como la humanidad misma, sólo que en esta ocasión reivindica el tema como dogma de la iglesia, a la vez que abre las convocatorias al lugar tan temido por la mayoría de la gente, creyentes o no.
Vale la pena preguntarse: ¿Cuáles son los destinados al fuego que no se extingue? ¿Quienes se están consumiendo en él? Siguiendo la línea de pensamiento del pontífice (línea influida por la Congregación) el infierno recluiría nombres tan insignes como Giordano Bruno (cuyo suplicio vaticinaba su porvenir eterno), Voltaire (que en el siglo de las luces fue anatematizado por su enconado anticlericalismo y, en represalia, no se le permitió reposar en campo santo) y Lutero (cuya actitud reformadora le valió la excomunión y posterior expulsión del catolicismo) sólo por mencionar algunos. Pero también otros, aunque no tan insignes, como es el caso de los miles de judíos y protestantes atormentados en las sofisticadas máquinas de tortura que se desarrollaran en el oscurantismo bajo el auspicio de la iglesia. Personas cuyo pecado mortal consistía en no compartir el credo católico o invocar a Dios con otro nombre sin la arbitraria anuencia de los prelados. Pero nuestro panorama no es más optimista: si aceptamos esa Escritura que dice que no hay un justo, ni aún uno, entonces todos los desterrados hijos de Eva estamos en la lista de espera con un número en la mano porque el infierno, al ser un dogma católico, no acepta una posible remisión que concuerde con sus estatutos. Lo único que queda esperar es que los curas salgan a las plazas públicas, alcancía en mano, y exhorten a su feligresía fanaticada por el terror al infierno a mitigar el dolor abrasador con el tintineo de las monedas, como ya ocurrió hace siglos, con similares admoniciones, en el comercio de las indulgencias.
Hay que entender al Papa: en un siglo donde la vocación religiosa está en crisis, el único medio a la mano para asegurarse la seguridad de sus tributarios y mantener el redil en orden y sumiso al cayado del pastor es el terror al infierno. Aquí, el fin sí justifica los medios, porque es santo: se trata de arrancar de las llamas eternas la infatigable cadena de condenados que, una vez nacidos, ya son culpables, como lo enseña el catecismo. El Papa, en su actitud apostólica, ha tomado lo más efectivo que la iglesia tiene para gobernar las almas, ya que no los cuerpos, cuyo señorío se perdió en la unificación italiana reduciendo los dominios papales a la Ciudad del Vaticano que, sin tintes folklóricos, es genuinamente en su arquitectura y lo exquisito de su decorado, la sucursal del cielo. Y tal actitud es efectiva, si atandemos el evangelio: estamos (y en ello los predicadores cristianos con vehemencia desgastan su retórica) en el final de los tiempos, ad portas de Armagedón. Todas las generaciones creyeron ser la última, por eso todas elaboraron, bien o mal, su particular visión del día del juicio. Sobretodo en ésta, las señales jamás fueron tan evidentes y los signos tan contundentes. Cristo vaticinó la extensión de la buena nueva a todas las naciones y Joseph Ratzinger, fiel a esa sagrada comisión, incendia la conciencia pecaminosa de sus ovejas con la proclamación sin parangón de la reapertura del infierno, donde "el gusano no muere y el fuego no se apaga".
Sea por la coerción del terror, por la convicción del pecado, o por la redención del sacrificio en la cruz, el cielo necesita ser habitado. Eso se deduce del mensaje papal. ¿Cómo lo hará? ¿De qué forma atiborrará el reino de Dios con millones de almas salvadas en un avivamiento provocado por la cobardía? Los medios producen escalofríos. Imagino un potro, una silla erizada de clavos, una cama medieval que disloca los miembros en un dolorido estiramiento. Parece que nada, ni en este mundo ni en los otros, impedirá que el inquisidor alcance la declaración salvífica de los católicos, como en otro tiempo Torquemada obtuvo por el suplicio confesiones de herejía o conversiones milagreras de judíos abrazando la cruz. "Que el cielo exista, aunque mi lugar sea el infierno" escribe Borges. Incluso los agnósticos corremos el riesgo de ser procesados por el tribunal, de la misma forma como joseph k. lo fue. Sólo nos resta abrigar la dignidad telúrica de arder como es debido...

No hay comentarios: