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miércoles, 6 de julio de 2011

¿QUIEN ESCRIBE PENSANDO EN DINERO? (VIII)

EL CASO DEL LIBRETISTA

El libretista es el hermano no deseado del escritor, es la parentela que por pudor se quisiera negar, por decencia pasar por alto o simplemente ignorar. En él se encuentra en su plenitud expresado el pecado de el arte por dinero y, por ende, se niega en su labor cualquier indicio del mismo. Sin embargo, es un empleo bien remunerado. Si la finalidad del arte fuera vivir bien, dar al artista la comodidad y holgura deseada para pavonearse frente a sus semejantes de la buena fortuna recibida por su obra, entonces sería el libretista el ejemplo máximo. Pero no es así. Tampoco predico la pobreza y los andrajos como presupuesto esencial de la labor artística: no hay que perder la perspectiva. Digo, en consecuencia, que la pluma se empuña como el fraile toma sus votos. Todo se sujeta a los azares del oficio, cualquiera que sean. Nadie puede decir que tiene la gloria asegurada. Quien lo declare, miente como un bellaco. Pero estas medidas no se aplican para el libretista, quien debe emplearse a fondo para engañarse a sí mismo creando personajes laxos, sin sustrato. Son titiriteros que mantienen a sus artificios en el escenario en tanto haya aplausos que los reclamen. El personaje no se subordina a la obra: es al revés. Es por eso que continuamente el libretista debe renunciar a sus aspiraciones artísticas y jugar con el destino contrahecho de sus creaturas como si fuera malabarista. Son dramaturgos a medias, sería más exacto llamarlos teatreros. Deben manosear pueblo para caricaturizar los defectos más primarios del hombre común y ponerlos en escena. Y todo con el objeto de recabar audiencia. ¿Cuántas veces no hemos visto en las telenovelas que fue gracias a la pericia del actor que tal personaje tuvo acogida? Es lo que necesariamente los separa de los escritores: mientras éstos engendran a sus artificios lejos del litigio mercantil que envuelve la industria televisiva siendo libres para demonizarlos o tiranizarlos, aquellos acuden a lo grotesco o lo divino para enfrentarlos. Porque son daltónicos: apenas distinguen los colores que componen lo real. Como los animales, ven una obra en blanco y negro, siendo el gris un riesgo financiero inútil. Es así que el héroe no es héroe: es un dechado de virtudes, renuncias y negaciones que llaman más a la conmiseración general que a la admiración. Tan poco carácter tienen, tal lánguidos los expresan, que el artificio se cae de su peso. Uno advierte el truco: no saben mentir con aplomo, como demanda el arte literario. Y el villano no tiene rasgos humanos: es pura maldad. Si es hombre, termina asesinando y en la cárcel; si es mujer, enloqueciendo y en el manicomio. Tan poca libertad tiene para crear que recurren a credos de sacristía para conjurar a sus muñecos de barro. Le vedan cualquier atisbo de humanidad al villano impidiéndole la flaqueza de la compasión; hacen lo mismo con el bueno. Por eso las telenovelas aburren, aunque sirvan para entretener a la empleada del servicio. ¿Cómo terminan? Los buenos en la iglesia y los malos en la cárcel. Nada más ridículo. Están impedidos de facto para pensar que el villano puede terminar algo mejor. Claro, su maldad se lo impide. Pero, ¿en qué consiste su maldad? En querer para sí a la dama, que no tiene seso para otra cosa que no sea el matrimonio, los vestidos blancos y largos y la idílica noche de bodas. No más hay que detenerse y mirar por unos minutos las novelas de la tarde: cambian los actores, pero los personajes son iguales, arquetípicos o enmaquetados, enmascarados. Pero bueno, así las ven, así venden y así lucran los libretistas de medio pelo.

Es por su oficio de talabartería literaria, de amañar argumentos para el gusto público, que poco o nada puede esperarse de él. Hay que reconocerlo: han habido buenos libretos, excelentes productos televisivos. ¿Por qué escasean?...

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