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jueves, 1 de septiembre de 2011

¿QUIEN ESCRIBE PENSANDO EN DINERO? (IX)

EL CASO DEL EDITOR (I)

El editor es un personaje que apuesta por partida doble. Por un lado, es el responsable directo de la salud literaria de los escasos lectores que aún visitan las librerías; por el otro, es el censor que determina el destino inmediato de un escritor. Arte y dinero estrechan su mano en una oportunidad en la que se gana o se pierde. Para él, la literatura es un negocio a la vez que un oficio. Depende de él, también, hacia qué lado se inclina la balanza. Por lo pronto, en este artículo me dedicaré a sopesar las medidas.

Debemos agradecerle que no se publique tanto como se escribe. Si así fuera, si todo el que escribe pudiera publicar, moriríamos ahogados en un océano de papel mal redactado. El Internet sirve para decantar talentos falseados por la vanidad o la estupidez. Como usuarios suyos, ¡cuántas decepciones no nos llevamos al intentar leer tres líneas medianamente aceptables! En lo personal, me ha pasado con los blogs: aunque sigo muchos, realmente leo dos o tres. soy un lector al que se le cautiva desde las primeras letras y tal seducción es difícil. Pero el editor no puede darse el lujo de ensayar: es su patrimonio el que está en juego. De ahí podría deducirse que la prueba fehaciente del talento es una publicación con todas las de la ley, pero tal conclusión no es exacta. Se trata del público al cual desea dirigirse, que no siempre es legión. Y con el público, el editor que lo provea. Así las cosas, ser rechazado no es el final del camino ni ser publicado asegura un porvenir literario. Esas son etiquetas que interesan a los otros y atienden más al egoísmo que a la vocación artística. Mas no a nosotros, que no somos hijos de la criada. Pero volvamos al editor como sujeto comercial: los libros hacen fortunas. En esta perspectiva, el editor es un genuino hombre de negocios: interpreta una necesidad,diseña un producto que la satisfaga y analiza el resultado. Nacen, entonces, los libros de superación personal, que generan grandes utilidades a la industria. Y en esta noria no hay lugar para el escritor, sino para el escribidor, o el malabarista de la palabra con su embelesedor acto del falso optimismo. Escriben libros como haciendo buñuelos. No hay lugar para la creación artística. Tales productos editoriales son tan áridos y desabridos como una guía de viaje o un directorio telefónico. Son libros de mesa de centro, la mejor leña para alimentar una chimenea. Manosean público en tanto recaban sus favores cortesanos. Limosnean su beneplácito a cambio de tres monedas de plata. Ahí no hay arte.

El editor que aspira generar riqueza por la publicación apenas tiene escrúpulos para valorar una obra de arte. No la reconocería, así se la pusieran en las manos. Debemos recordar que no todas las veces las obras maestras generan un lucro inmediato, y a la inversa. Aquí entra el talante del editor y su ética a jugar un papel determinante en el arte literario de su región y -por qué no- una oportunidad inigualable a su bolsillo. Depende de a qué le apueste o qué pese más en su balanza. Si es el lucro, se dedicará entonces a los libros de chismes, intrigas o conspiranoicos, a las recetas de cocina, biografías no autorizadas o confesiones de prostitutas caras, pero jamás a la literatura. Una enseñanza de principio: aunque el arte tiene en germen la virtud de producir riqueza, en sus inicios no da ni para pagarse un vestuario decente. Los que han hecho empresa me darán la razón. Optar por la edición es como aquel que descubre una veta de oro y se decide a trabajar en ella: comenzar es escabroso y las ganancias, insignificantes. Los grandes sellos editoriales que hoy legislan el mundo impreso comenzaron siendo una aventura quijotesca liderada por un apasionado de los libros que en vida no perdió la perspectiva, aunque sus descendientes sí.

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